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Bailar lentas

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Por Eduardo Rivero ///

La más simple pregunta sobre el pasado puede provocar, a mi edad, un completo viaje en el a veces impreciso, a veces infalible vehículo de la memoria. Mi amigo Walter dice que yo tengo dos vidas: la del presente y la de la memoria. Asegura que mis recuerdos son tan precisos que han sido capaces de generar una suerte de presente paralelo que va apenas un pasito atrás de mi día a día de hoy.

Lo cierto es que, tal vez con no poca soberbia, debo admitir que cuando mi memoria viaja, lo hace en clase business y con todos los lujos que esa forma de viajar implica. Cuando recuerdo, nada queda en el tintero; renace cada detalle, cada color, cada aroma que forman parte de la evocación de que se trata. Yo no me limito a recordar; yo vuelvo a estar ahí.

Mi amigo Pablo, en este caso, me ha preguntado en estos días –en tanto su joven edad no le permite saberlo– cómo eran los bailes a los que yo iba, cómo era que los pibes de entonces abordaban a las chiquilinas dignas de ser abordadas según el leal saber y entender de cada uno.

Para responder a esa inquietud no debo entonces atravesar lo que podríamos llamar “las nieblas del tiempo transcurrido” sino apenas cruzar muchas décadas en un vertiginoso segundo de sintonía fina. Y entonces allí estoy, por ejemplo, en el cumpleaños de quince de Ana Núñez, compañera de clase en el liceo Larrañaga, una noche de primavera de 1967.

El salón de la confitería La Liguria estaba iluminado “a giorno”. Los paneles de madera que cubrían las paredes brillaban como si hubiesen sido lustrados durante todo el año en espera de esa noche. En las mesas, tías gorditas peinadas con “batidos” que intentaban parecerse al que usaba Doris Day en sus comedias junto a Rock Hudson. Más allá, el cristalero donde se guardaban los regalos. Y en la pista, bajo la enorme araña de caireles que lanzaba ríos de luz, un centenar de pibes que bailaban enlazados: había llegado el momento de las lentas.

Las lentas eran la hora de la verdad, el tramo final del partido, el último capítulo de la más apasionante novela, los versos finales que resuelven el más etéreo poema. No era cualquier otro momento de la fiesta sino una suerte de hora del juicio final, donde se jugaba la suerte de aquello que habíamos estado buscando toda la noche y en general, también durante semanas o aún meses previos. En las aulas y pasillos del Instituto, y en algunos cumpleaños anteriores, se había cocinado una realidad que inevitablemente estallaría esa noche.

Llegamos a La Liguria sabiendo que Susana gustaba de Juan Carlos, que Alicia estaba remetida con Daniel, que Cristina moría con Fernando y que Graciela había escrito en su pupitre, en clase, una y otra vez, el nombre de Jorge. Claro que también se sabía, por ejemplo, que Jorge iba a “caerle” –término bien de ese tiempo– a Susana, sin que le importase la conocida obsesión de Susana con Juan Carlos. Nadie podía persuadirlo de que mejor rumbeara para el lado de Graciela, que era la que todos sabíamos que gustaba de él.

En este momento, frente al teclado, pienso que todas mis compañeras se llamaban entonces Susana, Alicia, Cristina y Graciela. Había por lo menos un par de cada una de ellas en la clase, aunque también alguna que otra Silvia, Ana María o Isabel. El hecho es que la situación estaba mucho más estudiada de lo que la supuesta espontaneidad del baile parecía denunciar.

Los pibes de entonces tejían una compleja red de presunto secretismo, que hacía que su cruzaran datos entre el bando de las chiquilinas y el de los chiquilines de cara, de algún modo, a allanar el camino para que determinados pibes llegaran a la instancia clave de formular la pregunta de las preguntas en aquel entonces: “¿Te querés arreglar conmigo?”.

Muchos de mis compañeros esa noche en La Ligura se jugarían la ropa, arriesgarían, se lanzarían, pero digamos que tampoco mascaban vidrio: cuando llegara el momento de tirar la pregunta clave lo harían munidos de alguna información previa supuestamente secreta que ameritaba tal movida.

En honor a la verdad, debo hablar de un paso previo fundamental, que era, precisamente, el termómetro de las lentas. ¿Porqué “termómetro”? Pues porque las lentas medían la temperatura de una inminente nueva relación, de un más que posible noviazgo. Ese termómetro se accionaba de la manera más sencilla: si la chica en cuestión dejaba que su mejilla se posara en la tuya, pues entonces estaba “todo el pescado vendido”. No había como errarle.

El “bailar carita” como se decía, era la señal inequívoca para seguir adelante. Claro que uno no era de piedra, y a veces la timidez operaba de tal modo que muchas veces la pregunta se demoraba y se demoraba mientras las lentas iban e iban.

Pasaban Los Beatles con And I Love Her, The Dave Clarck Five con Because, los Rolling Stones con As Tears Go By y nada. ¡Aquellos nervios! ¡Aquel mutismo que parecía eterno, infranqueable! Y mientras tanto la mejilla en la mejilla empezaba a arder por el calor y la transpiración. Y tu mano en su espalda pesaba una tonelada y también estaba empapada por el sudor. ¡Y eso que habías recibido datos fidedignos! Una y otra vez te habían dicho “caele que está contigo”, pero vaya si no era fácil encontrar el instante preciso.

Solo las mejillas eran el termómetro. La época marcaba, rigurosamente, que entre tu pelvis y la de ella, hubiese aire. Los pibes debían respetar religiosamente esa lejanía dentro de la cercanía, y las chiquilinas sabían que pegarse a vos por lo bajo no era nada bueno para su reputación.

Al final, llegaba el momento de la pregunta. Y era de muy buen tono que las chicas respondiesen “dejame pensarlo”, que era el anticipo de un “sí” que llegaría, pongamos, al otro día, de pronto durante uno de los recreos en el liceo.

Tras aquel sí, a veces llegaban unos tenues y castísimos besos en la mejilla. Los gloriosos momentos donde labios y lengua hacen lo suyo en labios y lengua del otro solían demorar un poco más. Y cuando llegaban, lo hacían en el más oscuro y solitario rincón posible, en el extremo más alejado del balcón o detrás de algún árbol providencialmente bien ubicado. Las parejas no besaban sus bocas en la calle. Y, por cierto, jamás en aquellos salones de baile iluminados como si la fiesta se realizase bajo el sol de un mediodía de verano.

Recuerdo mi mano, hirviendo, apoyada durante interminables canciones lentas en la espala de Laurita Zabala, que era un bombón en todo su esplendor, hasta que me animé a la pregunta de rigor. Pero hete aquí que las redes de espionaje en los días previos no habían funcionado aceitadamente, porque reboté como una pelota.

Por supuesto que no era aquel un mundo tan monacal y reprimido como parece a la luz de mi retrato. Las cosas realmente funcionaban así, pero por supuesto que también existía el sexo, que ocurría en el más absoluto secreto, sin que la familia se enterase ni tan siquiera sospechase nada, y charlándolo solo con los amigos más íntimos y de probada discreción. Pero esa es otra historia.

Poco tiempo después, durante 1968, tal vez a consecuencia del mundo convulsionado con protestas estudiantiles donde quiera y cambios culturales drásticos, llegaron a los bailes la luz negra, los spots de colores, la bola de espejos y las luces “estroboscópicas”. Y algunos años después –no demasiados– las lentas pasarían a la historia.

Estuve allí y entonces. Viví de aquel modo. Bailé de aquel modo. Recibí datos de los espías de pasillo y salón de aquel modo. Y me hace feliz recordarlo sin que falte un solo detalle. Vuelvo a estar ahí y ese “no” todavía duele. Duele porque nunca, nunca, tuve revancha con Laurita Zabala.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

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