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El Chile desencantado

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Por Fernando Rosenblatt ///

El conflicto sigue y sigue. Mientras transcurre la Copa América, hay universidades privadas ocupadas o con carreras en paro. Además, hay más de 2000 establecimientos de secundaria donde no hay clases y en las últimas semanas hubo varias marchas. Como a esta altura usted ya sabrá, hace años que el movimiento estudiantil chileno aboga por un nuevo modelo educativo y ha planteado otro conjunto de demandas que trascienden lo estrictamente educativo. También hay otros movimientos sociales que reclaman por diversos temas, como el de los pescadores artesanales que se oponen a la Ley de Pesca. Los distintos movimientos coordinan sus demandas y se apoyan mutuamente en sus respectivas movilizaciones. El escenario, entonces, sigue siendo el de un país intensamente movilizado.

Los analistas debaten sobre la naturaleza de esta coyuntura que vive el país desde las movilizaciones estudiantiles de 2011. Algunos, por ejemplo, debaten si la naturaleza de la desafección es sistémica o no. Hay mucho escrito, con aportes bien interesantes. En una columna anterior abordé lo paradójico de esta coyuntura en el contexto de un país que ha sido relativamente exitoso. En esta ocasión pongo el foco sobre otro punto: se rompió el encanto, la ilusión de la posibilidad de trascender lo político.

Se corrió el velo que durante algunas décadas hizo creer a la ciudadanía (y a la clase política) que era posible perseguir la política pública óptima y que las ideas políticas carecían de justificación o entorpecían la obtención de dicho resultado. Usted dirá que esto no es nuevo y que lo mismo sucedió en otros lados, que el fin de las ideologías y todo ese cuento. Pero Chile fue el caso más acabado de ese intento en América Latina. Esa idea fue impulsada por los ideólogos de la dictadura pero, en un contexto democrático, fue también aceptada durante los gobiernos de la Concertación.

El desencanto es, en una de sus acepciones, desengaño. Terminó el encanto y con él, el letargo de lo político. Una parte considerable de la sociedad se manifiesta en desafección y movilización. Y así, se dejó de aceptar que la política la manejan algunos, que a su vez insisten que se limitan a la administración y a la gestión, confiando ciegamente en el Excel y desdeñando por completo el debate y la deliberación de ideas sobre el contenido y organización de esa planilla.

Hace algunas semanas, en un seminario organizado por el Instituto de Investigación en Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales, aprendí de colegas historiadores que este país, muy tempranamente, estuvo obsesionado con el saber científico incluso en la validación cientificista en la construcción de la nación. Alguna vez me había llamado la atención el título de este libro: Raza Chilena, publicado en 1918. Esta es una simple ilustración de la trayectoria histórica que tiene en Chile la idea cientificista de lo público. Esto no supone una valoración sobre esta inclinación. Claro que es un mérito diseñar, implementar y evaluar políticas públicas con rigor, siguiendo la razón y la evidencia. Pero así como el conocimiento científico puede ser muy saludable para la política pública, hay extremos que son sencillamente ridículos. El problema, entonces, aparece cuando se lleva al extremo al que se llegó durante la dictadura; extremo que supone que es posible evitar por completo lo político; considerando por ejemplo que la elección de una dirección en política pública puede ser aséptica. Entiéndase bien: el problema es cuando se cree que la ciencia puede sustituir plenamente a lo político. Una vez quebrado ese consenso, ya no fue posible legitimar el ejercicio del gobierno sobre la base de “nosotros sabemos”. Entonces la voz se alza, legitimando el principio de ciudadanía política.

Un destacado sociólogo y politólogo chileno, Manuel Antonio Garretón, sugiere hablar de repolitización para interpretar el proceso que Chile vive hoy. Lo comparto plenamente. Chile hoy se reencontró con lo político. Chile tuvo a lo largo de su historia momentos de alta politización. No todo empezó (o terminó) con Allende. Ya en los años 30 Chile tuvo el primer Frente Popular electo democráticamente de América Latina. Tuvo también un partido nazi que llegó al Congreso. Tuvo una República Socialista que duró algunos días pero marcó al movimiento obrero. Y eso por poner algún ejemplo. Es decir, la coyuntura de hoy, de alta politización, tiene profundas raíces en el pasado.

En esta coyuntura, los estudiantes son el ejemplo más acabado del proceso que se vive en estos años; son una nueva generación que creció en democracia y que fue abandonada por sus padres políticos porque no hubo una formación de nuevos líderes políticos. En esa orfandad, desprovistos de ataduras con el pasado (como el temor a la regresión autoritaria), sumado a determinadas circunstancias coyunturales (como la acumulación de endeudados por créditos para pagar los estudios), fueron el motor este proceso de repolitización. Pero también sucedió en otras arenas y no sólo entre los jóvenes. Y claro, los políticos y sus organizaciones partidarias se vienen mostrando incapaces de canalizar el proceso porque por muchos años abandonaron a sus hijos (y no pasaron la posta) y se convencieron del cuento de la posibilidad de la muerte de lo político. Pero Chile se desencantó; salió de un letargo.

¿El resultado? Imposible de saber. Pero los últimos han sido años fascinantes, como lo es la historia política de este país, plagada de instancias de discusiones profundamente programáticas. La coyuntura de hoy es un nuevo ciclo de politización, de involucramiento político y de discusión de asuntos fundamentales de una porción de la sociedad. Eso es esencialmente sano para la democracia. El único riesgo es que se reproduzca en el tiempo esta incapacidad manifiesta de canalizar y resolver las demandas. Como dicen los expertos en movimientos sociales, el riesgo para la salud democrática aparece si el repertorio de acción en el ciclo de movilización se radicaliza, negando la posibilidad de algún tipo de acuerdo, ya sea por la vía de la negociación, de procesos constituyentes deliberativos, o cualquier forma de fin del ciclo de conflicto intenso.

Para la política uruguaya, Chile deja dos lecciones. Por un lado, primero, la importancia de mantener y regenerar la discusión de ideas; de fundamentar políticamente la dirección de las políticas públicas —lo que no contradice en absoluto que su diseño e implementación sean rigurosos y basados en evidencia. Segundo, los partidos deben mantener el contacto fluido con sus adherentes y con nuevas generaciones, pero también con la ciudadanía en general. Cuando se pierde esa conexión se pierde la empatía y la capacidad de canalizar demandas. Y, por más exitoso que sea el derrotero del país, los conflictos, las demandas no tienen fin y por algún lado y de alguna forma van a hacerse sentir.

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