Por Fernando Butazzoni ///
Mucho se ha discutido en estos días en torno a las modificaciones propuestas a la ley de derechos de autor, proyecto que recibió a toda velocidad media sanción parlamentaria y generó un nutrido cruce de fuego retórico entre algunas de las partes en pugna.
Más allá de que el proyecto de ley abarca actividades como la música, el cine o el teatro, los cambios en su esencia buscan blanquear una situación ya existente (hasta ahora ilegal) que consiste en la reproducción, mediante fotocopias u otros mecanismos, de obras o fragmentos de obras escritas, sin pagar a los autores de dichas obras ningún derecho. Los libros, pues, están en el centro del asunto.
De forma esquemática, puede decirse que los principales argumentos esgrimidos hasta ahora por los defensores del nuevo marco legal son dos: 1) “El derecho a estudiar” aunque no se tenga dinero para comprar los libros necesarios, y 2) “La consagración de una práctica ya existente”. La Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay ha hecho punta en esos aspectos.
La abundancia de los kioscos dedicados a las fotocopias en los alrededores de algunas facultades, y el permanente flujo de estudiantes hacia esos comercios, parecen ser una prueba contundente de que dichos argumentos son valederos.
Del otro lado del mostrador, muchos autores, editores, libreros y distribuidores consideran que la nueva ley es un golpe demoledor al comercio y la industria cultural, y un mensaje negativo a los creadores, quienes verán vulnerados sus legítimos derechos de propiedad sobre algo que han elaborado con sus conocimientos, su tesón y su trabajo. Un importante grupo de escritores publicó una carta fijando posición al respecto.
Hay otro problema, que casi no se ha mencionado, y que está en la raíz de todo el asunto: la práctica de estudiar con fotocopias es, en los hechos, un método reduccionista que consiste en aprender fragmentos específicos de conocimiento, menospreciando el resto. Aristotélicos o no, parece claro en este asunto que “el todo es mayor que la suma de sus partes”.
Las clases que se imparten en los centros de estudios y la docencia en general suelen ser verdaderas explosiones intelectuales que van mucho más allá del saber académico, para convertirse en motores que ayudan a investigar, a estudiar, a pensar y a cuestionar la realidad. Los libros forman parte imprescindible de ese proceso. Son la sustancia del mismo.
Los estudios por capítulos o apuntes apenas si son esquirlas de aquellas explosiones virtuosas. Es probable que contribuyan de manera puntual a que muchos estudiantes puedan preparar un examen, pero nunca ayudarán a ese estudiante a comprender a cabalidad la materia de estudio, ni a desarrollar su espíritu crítico, ni a cultivarse en el sentido más literal del término. Eso, aunque suene antiguo, se aprende en los libros y en el trabajo con ellos.
El referido proyecto de ley muestra un soterrado desprecio por los libros, y eso es lo más preocupante, porque sin quererlo avala, desde el poder del Estado, una práctica cultural que es frívola y tuitera, en la que Aristóteles cuelga cabeza abajo: “el todo es menos que cualquiera de sus partes”.
Los partidos políticos sin excepción han manifestado su apoyo general a esta norma que, con poco acierto, intenta facilitar el acceso de los estudiantes a materiales de lectura. Lo que ocurre es que esas facilidades son en realidad un obstáculo, una dificultad más para el desarrollo del conocimiento, la investigación y la creación. Condena a sus usuarios a mirar el universo por el ojo de una cerradura.
Lo que debería hacer el Estado es asumir y consagrar la importancia de los libros en la construcción de la sociedad y no su vilipendio. Debería fomentar las bibliotecas en lugar de estimular los kioscos de fotocopias. En pocas y ajenas palabras: “Más libros, más libres”.
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