Por Fernando Butazzoni ///
El accionar del grupo narco conocido como “la banda de El Tobogán”, que opera en el barrio Casabó y en una amplia zona aledaña fue conocido a través de una serie de informes periodísticos del diario El País. Por lo que se sabe, ese accionar contiene elementos que en cualquier circunstancia deberían significar una grave alarma para la sociedad.
Tráfico de drogas, omisión o ausencia del Estado, marginalidad, sicariato y control del territorio son las palabras claves para entender una trama que puede asustar no solo por sus detalles truculentos sino porque constituye una prueba más de la incorporación a la vida cotidiana de los uruguayos de nuevas prácticas delictivas, caracterizadas por la violencia extrema.
Y ocurre que, por diversos mecanismos retóricos, expresar preocupación ante el problema del delito suele ser considerado políticamente incorrecto, así que muchos prefieren callar. Algún sector de la izquierda lo tiene por un gesto de mal gusto y un síntoma de derechización de quien lo manifiesta.
En ciertos ámbitos ilustrados de la sociedad montevideana, por lo general muy favorecidos, se tiende a soslayar el problema, desconociendo acaso que esos grupos criminales son la principal cantera de la que se han nutrido históricamente la derecha más retrógrada en general y el fascismo en particular.
La academia no es ajena al fenómeno. Una abundante producción teórica sustenta la parálisis, o propone reflexiones que cabalgan entre el psicoanálisis y la semiótica. Destacados sociólogos revisan desde hace años el palangre del lenguaje para pescar, aquí y allá, signos que son leídos con inteligencia y encanto, aunque esa lectura no se compadezca demasiado con la realidad.
Y la realidad es la historia concreta de la banda de El Tobogán, que excede con mucho los límites de la crónica policial. Es el relato detallado de una degradación que desborda a sus propios protagonistas, para poner a toda la comunidad frente a un determinado límite. Ahora el Estado debe decidir qué hacer con ese límite.
Los integrantes de la mencionada banda pueden ser responsables, según se estima, de por lo menos una docena de asesinatos, casi todos con un agregado de brutalidad post mortem que quiso ser ejemplarizante. Hay que decir que el escarmiento tuvo su efecto, así que cientos de personas en una amplia y populosa barriada de Montevideo vivieron una larga pesadilla, marcada siempre por el miedo.
Por supuesto que se trata de una historia excéntrica, un drama protagonizado en las orillas de la sociedad. Tanto los asesinos como sus víctimas pertenecen o pertenecían a una zona que ha sido caracterizada por su marginación y su marginalidad. Hace décadas que allí la miseria provoca estragos de todo tipo. Muchos de los involucrados son hijos y nietos de delincuentes. Todos son hijos de la pasta base.
Un dato más: cada una de las aberraciones que se cuentan fueron advertidas una y otra vez desde hace años, punto por punto. Y eso no lo hizo un periodista sagaz, sino el Fiscal General de la Nación. Podemos cerrar los ojos a la realidad, pero de cualquier manera la realidad vendrá por nosotros.
Es esperanzador el proceso de análisis, reflexión y trabajo al que ha convocado el presidente Vázquez, y en el que participan todos los partidos políticos representados en el Parlamento. Más allá de debates puntuales, resulta imperioso que haya acuerdos y que los mismos se pongan en práctica. Eso significará un avance crucial y dejará plasmada una realidad que rompe los ojos: todo lo hecho, que es mucho, no ha sido suficiente. La peor lacra del narcotráfico, que es el terrorismo de los sicarios, se abre paso entre nosotros de forma lenta, pertinaz y, hasta ahora, indetenible.
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