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Por Oscar Sarlo.
El proceso de paz en Colombia es sumamente ilustrativo de importantes transformaciones que están ocurriendo en la institucionalidad del mundo.
Lo primero que muestra este proceso es el avance de la cultura de paz, especialmente en América. Las políticas de pacificación tienen aceptación en la opinión pública y generan una sinergia positiva. Veamos lo sucedido en este caso. Por un lado, está la decisión de las FARC y del gobierno colombiano de iniciar el proceso; luego Cuba se involucra como sede patrocinadora. Y después, el Presidente de los EEUU decide terminar su guerra fría con Cuba, excluyéndola como "Estado patrocinador del terrorismo", invocando ante la opinión pública norteamericana el testimonio del Presidente de Colombia, para quien “Cuba no solo ha dejado de colaborar con las FARC”, sino que ha brindado una ayuda fundamental en las conversaciones de paz.
En segundo lugar, confirma la sustitución de la justicia transaccional por la justicia transicional. Esto significa que la paz no puede construirse al precio de la impunidad. Al ser parte del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional (en vigor desde el año 2002), el Estado colombiano se obligó a perseguir a los violadores de los derechos humanos, y por consiguiente, su soberanía no alcanza para acordar una amnistía o perdón al margen de la justicia. Aquélla idea de pacificación asociada naturalmente a la amnistía, tan bien documentada por Pivel Devoto en "La amnistía en la tradición nacional" de 1984, puede haber sido una virtud de nuestra cultura política, pero ya no. Ahora el desafío es la "justicia transicional", que corresponde a una comunidad política que intenta mediar entre un pasado de violaciones graves a los derechos humanos que se quiere superar, y un futuro que se quiere consolidar; futuro que sólo puede cimentarse sobre la idea de justicia y no la de impunidad.
Una tercera significación del proceso de paz en Colombia, es que la justicia transicional alcanza a todos: fuerzas armadas del Estado, fuerzas paramilitares y guerrillas. Esto supone aceptar que todos quienes ejercen la violencia son responsables por la violación de los derechos humanos, sea que la ejercen desde el Estado, amparados por el gobierno, o combatiendo al gobierno, y también, que quienes tienen derecho a la justicia, son cualesquiera perjudicados. Tan es así que a esta altura del proceso de paz colombiano, el obstáculo más importante radica en la resistencia de las FARC a aceptar ser responsabilizadas por eventuales crímenes de lesa humanidad contra particulares, pero tarde o temprano tendrán que aceptar el desafío, porque ya no hay espacio en el mundo para legitimar otra solución.
En cuarto lugar, este proceso de paz sirve para observar la construcción del derecho internacional cada vez más efectivo, proceso lento y trabajoso, pero ciertamente irreversible. La idea de soberanía nacional aparece así como una noción anacrónica, al menos con el alcance que suele atribuírsele vulgarmente. En el futuro, gobernantes y rebeldes, y en general todos los ciudadanos, tendrán que acostumbrarse a pensar sus acciones en el marco del derecho internacional, y a éste, a su vez, como dependiente de la opinión pública mundial, idea que dejó planteada el eminente jurista Ronald Dworkin en su último trabajo publicado póstumamente el año 2013.
Cambios tan profundos en la institucionalidad deberían presentarse y discutirse ante la opinión pública nacional, de manera que podamos ir procesándolos de manera consciente, y comprendiendo las consecuencias que de ello se derivan, todo lo cual debería formar parte -además- de una nueva instancia constitucional.