Por Eduardo Rivero ///
El micro iba dejando Puerto Madero y Francisco Falco giró su cabeza desde el asiento de adelante y me dijo:
—¿No tenés la sensación de ser de acá, de pertenecer a esta ciudad cada vez que llegás a Buenos Aires?
—Absolutamente —respondí sin dejar de mirar por la ventana la calle Leandro Alem, en el corazón del bajo porteño, con sus edificios añosos, cuadrados, adustos, y su tránsito torrencial.
¿Cómo no sentirse parte de Buenos Aires, una de las ciudades más impactantes del planeta, centro cultural de primer orden y capital indiscutible del tango? Si, ya sé que la historia marca que muchas veces el centralismo porteño nos ningunéo. Si, ya sé que somos rivales a muerte en lo futbolístico. Si, ya sé que existe un estereotipo del porteño fanrarrón que se cree ombligo del mundo. Pero a pesar de todo eso, en lo personal me siento parte de Buenos Aires sin dejar de ser total y definitivamente montevideano.
Desgraciadamente solemos percibir a Buenos Aires a través del innoble bombardeo al que nos somete la televisión local repitiendo los programas argentinos más tilingos e insufribles. Tenemos más fresca la última pelea entre vedettes que el hecho de que en Buenos Aires escribieron Borges y Sabato, que allí generó y cimentó su carrera Carlos Gardel, que en esa ciudad vivieron alguna vez Astor Piazzolla, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi o Cátulo Castillo.
Buenos Aires es una inmensa e inabarcable metrópolis, que sin embargo ofrece los más primorosos rincones en barcitos y confiterías para una pausa necesaria en su vértigo arrollador, y elegantísimas librerías donde hojear sin apuro.
Como toda metrópolis, tiene su banda sonora propia, más allá del atronador ruido de motores y bocinas. Rio de Janeiro suena a samba. Nueva York, a jazz. Montevideo, a candombe y murga. Buenos Aires suena a tango, sin importar si allí se forjaron rockeros de la talla de Luis Alberto Spinetta o Charly García. Sonaba a tango en el pasado. Sigue sonando a tango en el presente. Su vértigo callejero, su inmensidad, mantiene el ritmo sincopado de Pugliese, la vanguardia disonante de Piazzolla, el lirismo de Troilo.
Aquel martes 17 de agosto de 2010 estaba aterrado y feliz. Absolutamente aterrado. Absolutamente feliz. Iba a cantar en público, siempre una fiesta; iba a cantar tangos, siempre un conjunción de emociones en ebullición; iba a cantar tangos en Buenos Aires por primera vez en mi vida; tenía por delante el más grande desafío de mi vida de músico: iba a cantar tangos en el Mundial de Tango de Buenos Aires.
No era, por cierto, un día cualquiera. El barco había llegado tarde y la organización del mayor festival de tango de la ciudad del tango, que se hace año a año en general en el mes de agosto, nos llevó directamente a probar el sonido sin pasar por el hotel.
Esa tarde era la tarde de los guitarristas uruguayos, tal como anunciaba la revista-programa del Mundial. Y cuatro guitarristas y tres cantantes uruguayos nos íbamos a presentar en un precioso auditorio en la calle Bartolomé Mitre, en pleno microcentro. La sala era el salón principal de lo que alguna vez había sido un banco. Un lugar enorme y señorial, al que habían transformado con un buen gusto envidiable, en un teatro provisorio para nada menos que 600 personas. Dentro de la propia sala, bordeando las hileras de butacas, se accedía a diversos stands con libros, ropa, zapatos de baile y una interminable lista de otros artículos relacionados a esa auténtica industria que es el tango en la Argentina.
Los cuatro guitarristas y los tres cantantes probamos el sonido, que era perfecto. Si algo salía mal, iba a ser nuestra responsabilidad, porque la organización era impecable de todo punto de vista.
Al fondo de la sala, sobre una amplia puerta cuyos cristales dejaban ver la incesante circulación por Bartolomé Mitre de un mundo de peatones y autos, habían colocado cuatro fotografías gigantes: Gardel, Troilo, Pugliese y Tita Merello. ¡Nada menos! Desde el escenario, alzando un pelito la vista te dabas de frente con los rasgos inconfundibles de esos cuatro monstruos sagrados.
El Uruguay es un país de guitarristas. Y Buenos Aires una ciudad de bandoneonistas (lo que no quiere decir que no cuenten también con grandísimos guitarristas). Pero a la guitarra uruguaya la conocen y la respetan. Por eso a la hora del show, de tardecita, no cabía un alfiler. Otros músicos uruguayos no guitarristas, tocaron con la sala a medio llenar, pero a los grandes guitarristas que tocaron ese día, el público porteño los premió colmando la sala.
Ese 17 de agosto de imborrable memoria tocaron los guitarristas Julio Cobelli, Andrés “Poly” Rodríguez, Carlos Gómez y Eduardo Vila. Y cantamos Francisco Falco, Tabaré Leytón y quien esto escribe.
Premiaron nuestro esfuerzo y nuestra propuesta de tango “con violas” con una ovación, la que seguirá en mis oídos de por vida, no tengo dudas.
No me puedo quejar. Me fue bien. En especial teniendo en cuenta que me temblaban las piernas al salir a escena, y partiendo de la base que mis dos colegas cantantes, Francisco Falco y Tabaré Leytón son dos enormes voces. Falco es una cantante de estilo clásico, con una voz de gran porte, de mucho cuerpo y entonación perfecta. Leytón es un auténtico fenómeno, dueño de una voz de reflejos gardelianos excepcional por donde se la mire-se la escuche-y una capacidad envidiable para seducir a cualquier auditorio. Fue un honor pisar el mismo escenario que ellos dos.
Julio Cobelli es, en mi opinión, junto al desaparecido Mario Nuñez, el más grande guitarrista de tango que ha dado el Uruguay. Dicho sea de paso, fue acompañante nada menos que de Alfredo Zitarrosa. También estaba allí “Poly” Rodríguez, alumno de Cobelli y sin la menor duda, uno de sus sucesores más evidentes y probables. Carlos Gómez y Eduardo Vila dos señores músicos y dos queridos amigos completaban el equipo.
En este preciso instante, con los dedos en el teclado de la computadora, recuerdo el momento de arrancar la presentación con los versos inciales del tango Canchero.
"Para el record de mi vida
sos una fácil carrera
que yo me animo a ganarte
sin emoción ni final…"
¡Aquel miedo!. Si pero también aquella concentración, aquella entrega aquella conciencia de que ese era mi momento, de que el sueño de cantar al menos una vez en la vida en Buenos Aires cobraba vida y que había que rendir y para ello, dejar el alma en la cancha. Después de todo, se trataba de un Mundial.
Tras Canchero, en un repertorio íntegramente dedicado a joyas del repertorio de Gardel con guitarras, siguieron Duelo Criollo, Milonga sentimental, Naipe marcado…
Precisamente fue todo un momento cantar el estribillo de Naipe marcado:
“…fui por Florida ayer
y por Corrientes hoy…”
Se me pasó por la cabeza que Corrientes y Florida estaban allí, a un paso. Le dije al público de mi amor por Buenos Aires, de mi sentido de pertenencia, de mi respeto por la Buenos Aires auténtica, la de la cultura, las soberbias librerías, las elegantes confiterías, y no la de las peleadoras vedettes, y recibí un aplauso estruendoso por ese comentario. Miré los rostros de unos cuantos de los más de 600 porteños allí presentes. Y, claro, alcé la vista y vi la foto y el alma de Gardel, Pugliese, Troilo y la Merello.
Mientras cantaba también se me aparecieron mi viejo y mi primo Carlos, escuchando discos de Troilo y Fiorentino alguna viejísima mañana de sábado. Se me apareció mi destartalado cuartucho en París y el único cassette de Gardel con el que mejoraba una vida ya mejorada hasta el hartazgo por la propia capital francesa.
Tras el espectáculo, nos llevaron a cenar a un restaurante excelente en barrio Palermo. Tabaré Leytón terminó cantando un par de tangos a cappella con su prodigiosa voz, cuando ya no quedaban clientes, solo para mozos y cocineros del lugar, quienes no podían creer lo que estaban escuchando.
La magnitud de todo lo vivido no me dejaba dormir esa noche. Recién pude conciliar el sueño cuando ya era de día y el 17 de agosto era historia.
Yo puedo darme el gusto de contarlo. Yo jugué un Mundial. Yo una vez canté tango en Buenos Aires.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.