Por Eduardo Rivero ///
No sé si a otros músicos la experiencia les resulta igual que a mí, pero el hecho es que adoro los teatros vacíos cuando a la noche hay espectáculo y vamos temprano, en general a media tarde, a probar el sonido.
Caminar el escenario frente a la sala vacía, con sus butacas, su platea, su bandeja superior y sus palcos me llena de emoción y me lleva a creer que es posible que exista una cierta entidad que podríamos llamar “el ángel de los teatros” merodeando por allí. La sala vacía, muchas veces en penumbras, me resulta particularmente excitante, en especial porque lo primero que uno hace es adivinarla llena de público. Y con el agregado inevitable de imaginar a ese público entusiasmado con lo que uno hará esa noche.
En este 2017, por ejemplo, he tenido el privilegio de cantar una vez en el Teatro Solís y dos en la Sala Zitarrosa, dos salas que, vacías, anidan esa magia difícil de describir.
El Solís es toda una experiencia. Es tal la belleza de la sala, su historia, su tradición, su peso en la cultura uruguaya, que desde el escenario parece que el teatro se te viniese encima, que fuera una ola gigante imposible de esquivar. Cada vez que me ha tocado cantar allí (hasta ahora, tres veces a lo largo de todos estos años de músico), durante la prueba de sonido camino y camino por esas tablas, jugando una suerte de partida de truco con el ángel de la sala, a los efectos de aclimatarme y domesticar el siempre corcoveador potro de los nervios. Estar nervioso, en un sitio así, es perfectamente normal y, al menos en mi caso, opera a favor del rendimiento artístico.
El problema de la sala vacía empieza cuando sigue vacía al momento de comenzar el espectáculo. En ese instante, la magia se convierte en dolorosa frustración y el ángel de la sala en un demonio. Los actores y los músicos buscamos el aplauso que es -¿cómo negarlo?- un bienvenido oxígeno para el ego, para a la vez el anhelado premio para tanto esfuerzo, tanto aprendizaje, tantos sueños a veces largamente postergados.
Por supuesto que existe y siempre está vigente la vieja máxima “el espectáculo debe continuar” y así sucede: actores y músicos suelen dar lo mejor de sí aún ante apenas un puñadito de espectadores. ¡Si habré visto de veces esa situación! Alguna vez, también me ha tocado enfrentar una sala semi vacía y beber el trago amargo que eso significa.
Recuerdo algunas situaciones que me tocó presenciar, en tal sentido y que significaron una enorme lección de profesionalismo y amor por la música. Hace un montón de años, allá por el comienzo del nuevo milenio, recibí por la tarde una misteriosa llamada telefónica mientras conducía mi programa de radio en una de las emisoras del Sodre. Un productor no identificado me decía, con la menor cantidad de palabras posibles, que había un par de entradas a mi nombre en la boletería de la Sala Zitarrosa para el show que esa noche daba el acordeonista argentino Rául Barboza, a quien apenas había escuchado nombrar alguna vez. Intrigado, dije que sí, que con mucho gusto iría. Cuando estaba a mitad del agradecimiento de rigor, el productor ya había cortado la comunicación.
Muchísimas veces los espectáculos -incluso de conocidas figuras internacionales- se suspenden alegando razones bastante misteriosas como “problemas logísticos”, “dificultades insalvables con el sistema de sonido que no llegó a tiempo desde el exterior” o “fuerte resfriado del artista”. Se anuncia la devolución de las entradas y la fijación de una nueva fecha en un plazo no determinado. La realidad, en un mercado pequeño y sobre saturado de oferta artística, es que en esos casos la venta fue muy pobre y que entonces resulta mejor meter violín en bolsa que tener que pagarlo a precio de Stradivarius. Últimamente pasó con cantantes que ya no están en la cresta de la ola en la que alguna vez surfearon, como el venezolano Franco de Vita, el español Sergio Dalma o la vedette argentina Moria Casán. Otras veces el espectáculo se lleva a cabo igual y la sala vacía se devora al artista, lo quiera o no y por más que ponga enorme pasión en lo que hace.
Pero volvamos al caso de Raúl Barboza y su presentación en la Sala Zitarrosa. Un rato antes de ir al teatro pude buscar datos y enterarme de que se trataba de un músico de enorme trayectoria, una auténtica leyenda de la música litoraleña -léase, “chamamé”- argentina, radicado desde hacía años en Francia, con más de 30 discos editados en su país y en sitios como Brasil, Japón, Alemania, España y Holanda. Lo que no podía imaginar era su simpatía en escena y su virtuosismo fenomenal en el acordéon. Debería decir en los acordeones, ya que durante el espectáculo tocó el acordeón-piano convencional para también otros instrumentos de la misma raíz pero con diferencias como botones en lugar de teclas para la mano derecha. El chamamé es un ritmo irresistible y un retrato de toda una región argentina incomparable siempre, pero tocado como lo hace Barboza es un deleite absoluto, que además de placer estético provoca auténtico asombro por su dominio del instrumento.
La pena grande fue que semejante músico debió tocar ante unas pocas decenas de espectadores. Lo hizo con una entrega excepcional, que los pocos que allí estábamos premiamos con lo más parecido a una ovación que pudimos lograr en medio de aquella platea casi vacía. La noche previa a escribir esta nota escuché en vivo a otro monstruo del acordeón, el brasileño Luiz Carlos Borges, tocando en el Séptimo Festival Música de la Tierra. Vaya si me hizo recordar al virtuosismo y la entrega de Barboza tantos años atrás.
Allá por los años iniciales de la década del 80, viví una situación “de vacío” semejante. Injusta e inesperada, cabe agregarse. Se presentaba en el pequeño teatro Millington Drake del Instituto Cultural Anglo-Uruguayo el magistral guitarrista compatriota Eduardo Fernández, discípulo directo del gran Abel Carlevaro y uno de los guitarristas de música culta más renombrados a nivel mundial. Una auténtica bestia interpretativa, con su técnica perfecta y su articulación del fraseo que es como para encuadrar frase por frase. El programa era imperdible para todo amante de la guitarra: las cuatro suites para laúd de Johann Sebastian Bach. Si, las cuatro suites completas, en un mismo espectáculo. Una tarea ciclópea para cualquier guitarrista. En fin, cualquiera que no fuese el gran Eduardo Fernández.
Munido de mi pequeño grabador de cassette de entonces, tomé asiento en una de las primeras filas y
grabé todo el espectáculo. Entonces estudiaba guitarra clásica con el inolvidable maestro Amílcar Rodríguez Inda y tener esa grabación era como poseer el Santo Grial de las seis cuerdas. La sala -aún siendo pequeña- no llegaba a un tercio de los espectadores posibles, lo cual me hizo despotricar mentalmente, mientras Eduardo tocaba bellamente, por la cultura de los uruguayos y su respecto por una figura que ha llevado en alto el nombre del país en el mundo, al punto que cuando debutó en New York en 1977, el crítico de música de The New York Times dijo: “rara vez presencié un debut más notable, en cualquier instrumento”. Huelga decir que Fernández realizó un concierto absolutamente deslumbrante de la primer a la última nota de su Bach luminoso y perfecto.
Por último, voy a hablar de otro caso de sala vacía. Hace unos cuantos años, un cantante uruguayo a quien no nombraré decidió lanzar su nuevo disco, que era una producción independiente, haciendo una a presentación en vivo. Para ello decidió tirar la casa por la ventana y acompañarse de una numerosa banda de instrumentistas de primera línea. Y, como si ello no bastara, consiguió una fecha en la Sala Zitarrosa. Debió recordar que la sala tiene un total de 533 butacas. Y debió medir mejor su poder de convocatoria. Se trata de un eficiente músico, autor de algunas canciones realmente buenas, pero con ello no alcanzó para enfrentar semejante desafío.
Al entrar al hall del teatro, la productora del evento me dijo que el artista estaba nervioso porque la venta “estaba medio floja”. Bien: “medio floja” en realidad significaba inexistente. El cantante debió mostrar sus temas ante una platea casi desierta, donde sólo nos encontrábamos un par de decenas de amigos e invitados. Dada la numerosa -y excelente- banda, prácticamente había más gente sobre el escenario que ocupando las butacas.
No es un caso aislado lo ocurrido ese día. He visto suceder esto muchas veces, ya que el ego, que es un potente motor para todo artista, también es un poderoso distorsionador de la realidad, llevando a sobrevaloraciones muy poco estratégicas y que se pagan muy caro en términos anímicos. Ojalá tenga, en el futuro, muchas otras oportunidades de caminar un escenario ante una sala desierta durante la prueba de sonido, pidiéndole al ángel del teatro que no se transforme en demonio y que atraiga a muchos fieles a la eterna misa de la música reinando en la noche.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.