De niño soñaba aprender a tocar al piano. De grande, sigo soñando aprender a tocar el piano. Sin embargo, salí guitarrista. La falta de piano, la falta de recursos para comprar un piano, la falta de visión de mis viejos respecto a una potencial vocación de pianista me llevaron a sumergirme en los misterios de la guitarra.
Por Eduardo Rivero ///
Desde los 12 años miro la vida desde detrás de seis cuerdas. No hay día en el que no empuñe la guitarra para medir que tanto me he olvidado de mis amadas piezas de Bach y que tanto voy progresando en lo que estoy intentando hoy, que es el ir dominando de a poco las geniales obras de Tom Jobim que tocó y cantó João Gilberto, el sacerdote supremo y sumo pontífice de la bossa nova.
Pensando en como encarar esta nota, he sacado cuentas, llegando a la conclusión de que desde los doce años hasta ahora he tenido seis guitarras acústicas y cinco eléctricas. Sin embargo diría que solo tuve una guitarra: mi guitarra. Todas son una sola: el mágico e inerte mueblecito hueco de madera lustrada o bien la tabla sólida, maciza y pesada, con micrófonos adosados, que cobra vida cada vez que mis manos así lo desean. Mi guitarra siempre fue la mía y la de nadie más. La depositaria de mis manos, ya torpes, ya mucho más educadas. La acompañante de mi voz, ya adolescente, ya sesentona que, siendo la misma, suena tan diferente.
La guitarra me ha dado compañía, vía directa para socializar con otros músicos y conocer gente macanuda y de un talento fenomenal, el indecible placer de ir articulando con mis propias manos la arquitectura de belleza casi metafísica de Johann Sebastian Bach, y también una enorme lección de humildad.
En la primera clase que tomé con Amílcar Rodríguez Inda en el Conservatorio Falleri-Balzo, allá por 1982, este me pidió que tocara algo, como forma de evaluar como estaba respecto al instrumento. Toqué, muy pagado de mí, una danza de Gaspar Sanz que había sacado de oído de un disco de la excepcional guitarrista española Renata Tarragó. Mientras la tocaba estaba seguro de que Amílcar se llevaría una gran impresión.
—Está bien… se nota que ama la música —comentó quedamente, en voz baja—. Pero los dedos están todos mal. Va a tener que trabajar la parte técnica desde cero —concluyó.
Por detrás de mi decepción –y hasta cierto injustificable enojo–simplemente comprendí que el que sabía era él y no yo, y que el único camino era el de la humildad y el trabajo. Al poco tiempo ya iría recogiendo los exquisitos frutos de esa apuesta que tan sabiamente me había propuesto mi maestro.
Créanme: tocar La Bamba en un asado o paseo de fin de año del liceo no se parece en nada a tocar la guitarra como las guitarras merecen ser tocadas, sean del origen y del precio que sean. Lo divertido es que, por ejemplo, La Bamba la puede tocar casi cualquiera que tengo apenas días aporreando por primera vez una guitarra, ya que es un tema en apenas tres acordes básicos, lo que es genial y asegura mucha diversión. Pero esa misma guitarra que resiste estoicamente a un guitarrista principiante, encierra en su madera el alma de piezas sublimes que esperan, adormecidas, a que la humildad y el trabajo las despierten.
Muchas veces pasa. Muchas otras, no. Depende de la vocación del ejecutante, de su vida diaria, de su entorno familiar y de muchos otros factores dominables o simplemente que el azar pueda o no poner en juego.
Mi abuelo era un italiano electricista. Ya era electricista en Italia, antes de llegar al Uruguay en el hoy lejanísimo año de 1930. Como producto de un trabajo de electricidad en un taller de fabricación de guitarras -el taller Caruso- decidió cobrar con una guitarra para regalármela. Con esa primera guitarra, que en absoluto era mala sino muy buena, hice mis primeras armas estudiando con un espantoso profesor de barrio que iba a domicilio y que, pese a sus carencias básicas, me enseñó a sacar los primeros sonidos gratos al oído que mis dedos lograron tañendo las seis cuerdas.
Los años me dieron una preciosa guitarra española de excelente calidad, con la que estudié bajo la férrea conducción de Amílcar Rodríguez Inda, también una excelente Yamaha folk acústica de cuerdas de acero, la Fender Telecaster eléctrica que siempre había soñado, blanca y negra, y recientemente una preciosa guitarra electroacústica de cuerdas de nylon Takamine, con la que he abordado el repertorio de canciones napolitantas tradicionales que he tocado últimamente en homenaje a mis abuelos, mi madre, mi tío y mi esposa, nacidos en la Italia del Sur, y con la que ahora me estoy sumergiendo a diario en el mundo de la bossa nova, intrincado, duro y maravilloso a la vez.
Mi guitarra ha ido mutando, de acústica con cuerdas de nylon a eléctrica con cuerdas de acero, pero siempre siguió siendo la misma: aquella nacida para acompañar mi tránsito vital como lo ha venido haciendo hasta hoy.
En innumerables poemas, canciones, artículos de prensa o libros de todo pelo y señal se ha comparado a la forma de la guitarra con el cuerpo de una mujer. Yo miro mi guitarra y solo veo una guitarra. Nunca pude dejarme seducir por esa comparación.
Lo que sí es cierto es que, como a una mujer, la he amado, acariciado y cuidado con el mayor esmero dentro de mis tal vez no demasiado brillantes habilidades. Pero que lo he intentado, lo he intentado.
Y a pesar de que el piano y los pianistas me siguen fascinando, he aprendido a quedarme bizco ante una vidriera repleta de guitarras. Me sucede en Montevideo del mismo modo en que me ha sucedido en lugares como Buenos Aires, San Pablo, Madrid, Nueva York o Londres.
Miro los teclados pensando en lo que pude haber sido. Pero a las guitarras las miro por lo que soy, por lo que cada día sigo siendo cada vez que hay un tiempito libre, una silla disponible y unas manos predispuestas.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.