Por Emiliano Cotelo ///
Esta semana comenzó con tensión en la interna blanca. El pronunciamiento de Luis Lacalle Pou sobre el intendente Agustín Bascou cayó muy mal en Alianza Nacional y precipitó reacciones drásticas, como la renuncia del senador Guillermo Besozzi a su sillón en el directorio partidario.
Además, el tablero político fue salpicándose con noticias sobre otros hechos o conductas objetables desde el punto de vista ético y en algún caso penal; son señalamientos de calibres muy distintos, pero la mayoría apuntan a hombres del Partido Nacional, y algunos vienen, claramente, desde adentro de las propias filas blancas.
Al mismo tiempo, Raúl Sendic volvió al tapete, ahora por la polémica en torno al subsidio que Lucía Topolansky, su sucesora en el cargo de vicepresidente, autorizó el martes pasado, que los partidos de la oposición sostienen que no le corresponde y que ahora será objeto de discusión en una sesión especial del Senado.
Y a cada rato surgen novedades de la Comisión Investigadora de la Cámara de Diputados sobre ASSE, que se instaló el mes pasado a partir de una denuncia de Eduardo Rubio, de Unidad Popular.
Siete días atrás
¿Qué está pasando?
¿Por qué se ha instalado con tanta fuerza en nuestro país el debate sobre la ética y la corrupción?
El viernes pasado, en el final del editorial anterior, yo arriesgué algunas pistas:
“Los casos de corrupción que han conmovido a otros países, varios de ellos vecinos cercanos, han generado una alarma especial entre nosotros. Y esa nueva sensibilidad abarca el manejo de los dineros públicos, la eficiencia en la gestión e, incluso, la observación del comportamiento de los actores políticos en su vida privada.
Esas inquietudes están cada vez más extendidas entre la gente, en las redes sociales y en el trabajo periodístico.”
Por supuesto, ese era un planteo aproximado, esquemático. Algunos oyentes lo advirtieron y mandaron sus propios comentarios sobre el tema, a veces enriqueciendo el análisis, a veces cuestionándolo.
A partir de esas repercusiones hoy quiero agregar algunas otras consideraciones.
¿Conspiración?
Algunos reclamaron por qué yo no admitía que las decenas de denuncias de los últimos años en países vecinos forman parte de un operativo coordinado para desplazar del poder a gobiernos de izquierda o progresistas.
A mí no me convence esa teoría conspirativa.
La tendencia a poner el foco en la corrupción se da en distintas zonas del planeta. En América Latina, es cierto, ha recaído sobre administraciones de izquierda porque eran de ese signo buena parte de los partidos en el poder. De todos modos, en Brasil mismo también han sido acusadas numerosas figuras de otros partidos, para empezar el propio presidente actual, Michel Temer. Y en otras regiones la movida les ha pegado a gobiernos de derecha (por ejemplo en México contra el PRI y, durante años ya, en España contra el Partido Popular), o del centro a la derecha, como en Francia.
Por supuesto, la oposición, sea del signo que sea, se sube a esta ola y la aprovecha. Pero también se suman medios de comunicación y periodistas. Y puede ser que algunos de ellos persigan objetivos políticos, pero los medios independientes lo hacen, simplemente, porque entienden que una de sus funciones es poner límites a los abusos de los gobiernos, sean cuales sean, de izquierda, de centro o de derecha.
No es nuevo
Otra aclaración. Si bien esta embestida contra la corrupción y por la ética ha sido muy notoria en los años recientes, no es nueva.
Observen que acá, entre nosotros, ya ha llevado, incluso, a implementar algunas herramientas de prevención y combate.
Es cierto que todavía nos falta mucho; por ejemplo, el Parlamento sigue debatiendo cómo será la nueva legislación sobre financiamiento de partidos y campañas electorales. Ese es el vaso medio vacío. Pero en el vaso medio lleno tenemos varios avances.
Está la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep), que se creó hace casi 20 años, en 1998, cuando se aprobó la que se llamó “ley cristal” Nº 17.060.
Está la política de “gobierno electrónico”, por la cual, entre otras cosas, los organismos del Estado han ido colocando en la web buena parte de su información, dejando disponibles al escrutinio ciudadano una enorme cantidad de resoluciones, presupuestos y números que antes permanecían en el más absoluto secreto y que sólo podían conseguirse, en el mejor de los casos, después de trabajosas y largas pesquisas.
Y, para cuando lo anterior no es suficiente, está la Ley de Acceso a la Información Pública (Nº 18.381, del año 2008).
Esta norma, en particular, ha jugado un papel importante en algunos de los casos que han estado al tope de la agenda últimamente. A ella han recurrido tanto personas, como ONGs y periodistas. Pienso, por ejemplo, en los cronistas de Búsqueda, que obtuvieron por esa vía el detalle de los gastos hechos con las tarjetas corporativas de Ancap.
La revolución de las TIC
Y, para terminar, quiero resaltar que ese empuje hacia la “glasnost” ha ocurrido en simultáneo con la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, que en todo el mundo facilitan y complementan aquella tendencia.
¿De qué manera? De varias maneras. Elijo dos.
Redes sociales
Una, por el advenimiento de las redes sociales y los cambios profundos que ellas, a su vez, han propiciado. Uno de esos cambios, particularmente relevante, es la costumbre de las personas de exhibir públicamente facetas de su vida que antes pertenecían a la intimidad.
En un fenómeno que a mí me cuesta todavía entender, a través de Facebook, Twitter, Instagram, etc., la gente vive publicando textos, fotos y videos de lo que hace, lo que piensa, sus gustos, sus costumbres y sus relaciones. Es una moda generalizada. Y una de sus consecuencias es que deja disponibles pistas de dirigentes políticos, funcionarios de gobierno y empresarios, en ocasiones porque ellos mismos las difunden espontáneamente, y en otros porque caen dentro del material (por ejemplo fotos) que publican otros, ya sean amigos o conocidos, etc.
Esa masa de datos monstruosa facilita las cosas a todos los servicios de inteligencia del planeta, que la analizan sistemáticamente. Pero al mismo tiempo deriva a menudo en el “periodismo ciudadano”. O sea, un ciudadano cualquiera descubre vía redes sociales una situación que le resulta sospechosa y puede, sin mayor dificultad, hacerla llegar a un medio de comunicación tradicional (prensa, radio, televisión) o propalarla él mismo, a través de las plataformas en las que se expresa habitualmente.
Esta mezcla entre lo que la gente revela de sus vidas cada vez con menos pudor y la proliferación al infinito de “detectives” y/o “periodistas” aficionados, está, sin duda, detrás de muchas denuncias en el mundo pero también acá, entre nosotros. Por ejemplo, antes podía ocurrir -y ocurría- que un político cometía una infracción de tránsito grave o un siniestro de tránsito y el caso se disimulaba o se tapaba. Hoy eso es imposible. Alguien se entera, lo larga en su cuenta de Twitter o Instagram, y a las pocas horas la novedad está dando vueltas a toda velocidad, dando pie a toda clase de opiniones y controversias.
Smartphone
Dos, por la aparición del teléfono celular inteligente, un instrumento muy poderoso, en todo sentido.
Piensen, para empezar, en su cámara fotográfica. Cada smartphone es, de hecho un scanner; y eso le permite a cualquier funcionario fotografiar, en un descuido de sus superiores, una factura cuestionable o un expediente irregular o un acuerdo secreto; antes era una odisea llegar a obtener una de esas pruebas.
Piensen, también, que cada smartphone es un grabador, de audio y de video, lo que habilita a registrar conversaciones inconvenientes o encuentros reveladores que cualquiera pueda detectar de casualidad en su entorno.
Piensen, por último, que el smartphone es -visto desde el otro lado- una especie de chip que llevamos puesto y que, GPS mediante, va dejando la huella de nuestros desplazamientos, incluso de aquellos que querríamos que no se conocieran.
Un nuevo tiempo
Creo que estas pinceladas son suficientemente ilustrativas.
Corren tiempos donde el hermetismo se acota y la transparencia avanza a pasos agigantados, en algunos casos por decisiones políticas (cuando se aprueba leyes o se crea nuevos organismos de contralor), en otros por los avances de la tecnología y por un nuevo paradigma en torno a la privacidad.
En este contexto es explicable que proliferen las denuncias y los destapes (también, por supuesto, los enchastres infundados), sobre todo mientras los políticos no terminen de asumir esta nueva realidad y sigan incurriendo en malas prácticas de otros tiempos.
Para esas prácticas cada vez queda menos espacio, porque son más difíciles de esconder y porque la sociedad está más sensible a estos asuntos y tiene a su disposición nuevas formas, muy potentes, de movilización y manifestación.
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Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, viernes 06.10.2017, hora 08.10