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Por Eduardo Rivero ///
A comienzos de julio de 1950, un matrimonio joven formado por una inmigrante italiana y un odontólogo sanducero decidió hacer, apenas a cuatro años de su casamiento, un segundo viaje de bodas. El destino: Brasil, justo a tiempo para regalarse la posibilidad de asistir al Campeonato del Mundo de Fútbol.
Entre la sana envidia que despertaron entre parientes y amigos porque conocerían, entre otras, aquella Cidade maravilhosa entonces lejanísima y retratada casi como caricatura por las películas de Carmen Miranda, abordaron en Carrasco un antediluviano DC-3 de Pan American, padeciendo mil y una burlas, ya que no existía quien no les dijera que Uruguay iba a ser goleado, y más aún si llegaba a enfrentar a Brasil.
Al llegar a destino y visitar la concentración del equipo uruguayo comprobaron que periodistas y dirigentes enarbolaban el mismo pesimismo casi burlón del resto de los compatriotas. Había, eso sí, un grupo de once inconscientes que, conforme se acercaba la final con Brasil, estaba fanáticamente convencido de que lo imposible era posible y que iban a ser campeones del mundo.
Con devoción futbolera, la italiana hincha de Nacional y el odontólogo manya a muerte charlaron con los jugadores, sacaron fotos y fueron armando un álbum que sus hijos hasta hoy guardan como un tesoro, donde se ven imágenes que nadie fuera del círculo familiar ha visto jamás. En una de ellas aparecen el Pepe Schiaffino y el Ñato Ghiggia, autores luego de los goles en la final, leyendo un diario brasileño.
He hojeado ese álbum desde que tengo memoria, porque soy hijo de la italiana y el dentista, y me crié en un hogar donde aquella hazaña imperecedera e inaudita ha sido, como es obvio, pan de cada día. El album incluye también un tesoro que ni en el Museo del Fútbol de la tribuna Olímpica se exhibe: una entrada de la final del 16 de julio, autografiada por Ruben Morán, un modesto jugador de Cerro que, por esos avatares del destino y las lesiones, resultó puntero izquierdo titular ese día. Era conocido de mi padre por ser paciente odontológico suyo.
Mis padres estuvieron en el estadio de Pacaembú viendo el trabajoso 2 a 2 de Uruguay frente a España. Y se asombraron, pocos días después, en Maracaná, presenciando una lección de fútbol, cuando Brasil le propinó a la misma España que tanto nos había costado un humillante 6 a 1.
Mi vieja, atemorizada, se negó a ir a la final. El viejo, por el contrario, no podía faltar y allí estuvo, rodeado de brasileños, ya que la Confederación Brasileña de Fútbol, CBF, para evitar que Uruguay tuviese hinchada orgánica y bullanguera mandó sentar a los nuestros uno lejos de otro. Presenció la euforia inicial de la imponente multitud cuando Brasil se puso uno a cero, afirmando durante todo el resto de su vida que el gol norteño había sido un descarado off-side.
Y cuando Alcides Ghiggia puso heroicamente el 2 a 1 a nuestro favor se puso de pie como accionado por un resorte, en medio de una tribuna silenciosa, hasta que un segundo después un arranque de lucidez e instinto de conservación le hizo volver a tomar asiento, sin proferir palabra o grito alguno y fingiendo contrariedad en su rostro. Ya participaría luego del festejo en el Hotel Paysandú de Río, llamado mágicamente como su ciudad natal.
Ayer se fue el flaco de los pies alados que formó parte de la máquina de Peñarol de 1949 de la que siempre hablaba el viejo, pero que, trascendiendo las camisetas clubistas, vestido de celeste le dio al uruguay la más grande hazaña deportiva en la historia planetaria. Es más: si hubiese fútbol en Plutón, seguramente no habría nunca otro maracanazo.
Mentiría si dijera que sentí ayer el lacerante dolor de la muerte real de mis viejos, ocurrida hace varias décadas. Pero sí fui –y soy– presa de un dolor sordo pero perfectamente perceptible. La muerte de Ghiggia, último héroe de Maracaná, genera el estruendo lúgubre de una pesada losa que cae, cerrando definitivamente el tiempo de mis padres y la era del Uruguay de las vacas gordas y los títulos mundiales. Desde ayer, Montevideo ya no es la misma ciudad que pisaron y donde se conocieron en el barrio Parque Rodó. Y yo, eterno pibe metido incómodamente en el cuerpo de un señor ya madurito, me siento, por primera vez, un hombre mayor.
Publicada originalmente el 17.7.2015 en EnPerspectiva.net