Editorial

Nuestros muertos

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Por Rafael Mandressi ///

El espanto, otra vez. Otra vez los alaridos, la sangre, y el aleteo estremecedor de la muerte ciega. Otra vez la ferocidad cruda y abominable esparciendo cadáveres, una vez más el espasmo criminal que se descarga como un mandoble y lacera la carne desprevenida de sus víctimas.

Esta vez fue en Niza, con un camión de 19 toneladas como arma, un camión blanco que enrojeció la noche del 14 de julio hundiéndose en la multitud que festejaba la fecha. Un camión lanzado a embestir cuanto se pudiera, hasta dejar tapizada de cuerpos desmembrados la rambla de Niza. Un camión que en cinco minutos recorrió 1.800 metros, rompiendo huesos y aplastando vísceras de hombres y mujeres, de adultos, adolescentes y niños, de franceses y extranjeros. Un camión alquilado para matar, con el que Mohamed Lahouaiej Bouhlel, un tunecino de 31 años, destrozó a 84 personas.

Otra vez las lágrimas, otra vez el estupor y la repugnancia, otra vez cadáveres ensangrentados sobre el pavimento, otra matanza y otro duelo, de nuevo el horror espeso y fétido que coagula en un instante y que será necesario, otra vez, disolver. De nuevo surge, también, la necedad macabra de hacer competir a los muertos entre sí. Leo y escucho que se habla más de Niza que de Bagdad o Dacca, que habría muertos que cuentan más que otros.

Cosas parecidas había leído y escuchado ya en noviembre del año pasado, cuando los atentados en París: los muertos del Bataclan parecían importar más que los de Beirut o Ankara. En enero de 2015 también hubo quien juzgó excesiva la atención que se prestó a las balas que diezmaron la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, y en todos los casos llegó incluso a sonar una música de fondo malsana, a la que en ocasiones se le puso letra: están cosechando lo que sembraron, casi que merecido lo tienen.

No vale siquiera la pena detenerse a refutar esto último; solo cabe apenarse por el extravío ruin al que conduce una geopolítica de pacotilla, que so pretexto de explicar justifica la abyección del totalitarismo religioso, como si la violencia que vomita fuera un combate legítimo y no el estallido de la inmundicia ideológica con que unta las paredes de su cárcel universal.

En cuanto a los muertos, el camión de Niza mató, entre muchos otros, a una joven tunecina y su hijo de 4 años, a una pareja de jubilados del noreste de Francia, a un profesor de secundaria, a dos estudiantes alemanas, a una turista rusa de 20 años, a la hija adolescente de un periodista local, a un almacenero de París que se interpuso entre el camión y su mujer embarazada de siete meses, a una señora marroquí de 60 años llamada Fátima, a un estadounidense de 51 años y a su hijo de 11, a un empleado de un casino, a un señor argelino, a otro señor ucraniano y a una señora armenia.

Ninguno de ellos vale más, ni menos, que los muertos de París, Bagdad, Túnez, Orlando, Dacca, Bruselas, Estambul o Tel-Aviv. Todos ellos son nuestros muertos. Nuestros, es decir de nosotros, los que no solo no somos cómplices cómodos y verbales de los dioses asesinos sino que adherimos a lo que ellos odian y combaten. Por eso lloramos a todos esos muertos, y por eso no nos conformamos con llorarlos; también nos sentimos obligados a honrarlos, aunque más no sea porque los muertos podríamos haber sido nosotros, arrollados una noche de festejo por un camión demente con un soldado de dios al volante.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 18.07.2016

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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