Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
El 16 de setiembre de 1984, es decir el tercer domingo de ese mes hace 34 años, hubo en Francia una “Jornada de puertas abiertas de los monumentos históricos”. Había nacido lo que acabaría llamándose “Día del patrimonio”. El padre político de la criatura fue el señor Jack Lang, ministro de cultura en aquel entonces, hoy casi octogenario, pero todavía parado en los pedales y muy por delante del pelotón de quienes lo sucedieron en ese ministerio, condenados a sudar en vano en el repecho permanente de la comparación.
De las muchas iniciativas de Jack Lang, la que llegó este año a su trigésimo quinta edición es probablemente la más exitosa, o al menos una de las más vistosas, y en todo caso es la que conoció, por lejos, el mayor derrame fuera de Francia. Otros países europeos hicieron suya la idea, en 1991 el asunto se volvió continental, se creó un organismo de coordinación, y desde 1999 el Consejo de Europa y la Unión Europea organizan conjuntamente la celebración anual, en la que hoy participan 50 estados, con rarezas como Azerbaiyán, Kazajistán, Georgia, Bielorrusia o Turquía, cuya europeidad no resulta del todo evidente.
Como sea, aún más lejos de Europa, por lo menos geográficamente, otros países también organizan sus propias jornadas. Chile, por ejemplo, lo hace desde 1999, y, no hace falta recordarlo, Uruguay instituyó su Día del Patrimonio, convertido más tarde en un fin de semana, hace ya 23 años. Ayer y anteayer se cumplió pues la vigesimocuarta edición, bajo la consigna temática “Patrimonio y diversidad cultural: a 70 años de la Declaración universal de los derechos humanos”. Excepto la primera, en 1995, todas las ediciones uruguayas han tenido su tema, al igual que las Jornadas europeas, dedicadas este año al “arte de compartir”. En Uruguay, se supo homenajear en su momento a Lauro Ayestarán, Joaquín Torres García, Eladio Dieste, Rosa Luna, Marta Gularte y Lágrima Ríos, Juan Pivel Devoto, Carlos Solé, Carlos Vaz Ferreira y a los arquitectos Mauricio y Antonio Cravotto, entre otros. Más cerca en el tiempo, le tocó el turno al teatro, al lenguaje, a la educación pública, a la arquitectura, al tango y, el año pasado, a un tango en particular, La cumparsita, en su presunto centenario.
Más allá de los énfasis anuales, más o menos abstractos y a menudo carentes de hueso, lo que se produce en cada ocasión es fundamentalmente una gran visita colectiva, durante la cual los herederos inspeccionan una parte de los bienes que les han dejado. El patrimonio no es sólo herencia, pero la herencia es patrimonio, y en el inglés que usa la Unión Europea, las jornadas patrimoniales son los “heritage days”. Así, se trata de hacerse presente para entablar un contacto directo con los ítems de un inventario hecho por otros, tal vez los mismos que producen en alguna oficina las flores marchitas que adornan la prosa de la festividad, con frases dignas de figurar en el envoltorio de un chocolatín, como “la cultura es un derecho humano fundamental”, “el pasado es un recurso indispensable para el futuro”, y otras oquedades por el estilo.
El patrimonio no es el pasado, ni la historia, y tal vez ni siquiera sea la memoria, sino una selección de rastros, un espejo roto y una sensación colectiva de posesión: esto es nuestro, que en una versión paroxística a veces conduce a creer que esto somos nosotros. ¿Por qué no, al fin y al cabo, siempre y cuando se admita la existencia de algún tipo de continuidad entre lo que fue y lo que es? Después de todo, en eso se basa la posibilidad de una herencia legítima. De ahí a abrazar el legado hay sin embargo un trecho, que sólo puede recorrerse si el legado es valioso.
Las joyas de la abuela tienen valor porque son joyas, porque eran de la abuela, o por ambas cosas. En el entusiasmo patrimonial, suele importar más que sean joyas, aunque brillen sobre todo por contraste, porque las actuales son de plástico, truchas, traficadas con apuro y sin cariño, berretas, en suma.
Si los días del patrimonio son días de puertas abiertas, tal vez la puerta principal se abra dando acceso a la habitación de una nostalgia dulce, que entre admirativa y curiosa lamenta que ya no haya joyas como esas, pero se consuela – patrimonialmente, claro está – diciéndose que le pertenecen.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 08.10.2018
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.