Editorial

Una de piratas

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Por José Rilla ///

La política española está siendo sacudida estos días por denuncias e investigaciones contra primeras figuras, tanto del gobierno como de la oposición. Los escándalos parecen haber adormecido la cuestión catalana cuyos actores más notorios van quedando sin espacio, a un año de la crisis política y constitucional. No son esta vez las acusaciones de corrupción que se profundizan a diestra y siniestra; tampoco los asuntos familiares de la Corona; se trata del plagio y el fraude incurrido por los gobernantes. Entre ellos está el presidente del gobierno Pedro Sánchez, con su tesis de doctorado defendida hace varios años, referida a temas de la diplomacia económica de España. El diario El País de Madrid publicó hace unos días los tramos copiados sin mención alguna al autor original. Parecida imputación se le ha hecho a Pablo Casado, jefe del Partido Popular luego de la larga era Rajoy, en este caso sobre su presunto master que no habría culminado, ni cursado (aunque sí pagado) en la universidad que lleva el nombre del Rey Emérito de España, Juan Carlos de Borbón.

Nada obliga a un político a obtener un título universitario y mucho menos a alcanzar una maestría o un doctorado. En algún sentido, sobre todo en los medianos plazos, ambos caminos, el político y el académico, son materialmente incompatibles: el primero debe trabajar para la ciudadanía en permanente exposición pública, puede y debe consultar a los expertos pero no es un experto, salvo en cuestiones generales aunque la expresión resulte extraña. El académico, sobre todo cuando vive el ciclo monacal de una tesis, no se expone más que ante sus pares, y apenas habla y escribe de lo que sabe. Cada vez más en el mundo actual, ha de saber mucho sobre pocas cosas. El académico debe responder a dos preguntas de apariencia sencilla, las de una tesis: ¿qué sabe usted de lo que se sabe de este tema? ¿cuál es el estado del arte? Y la segunda, ¿qué tiene usted de nuevo para decir, qué conocimiento puede agregar? Como se ve, son lógicas diferentes, y distintas las reglas de validación.

Esto, desde luego, no supone que el político quede exonerado de la responsabilidad de formarse, de ser mejor como legislador, como ministro o administrador; tampoco quiere decir que el académico no deba asumir compromisos cívicos referidos al bien común.

Uruguay se vio sometido recientemente a esta confusión cuando su vicepresidente, luego de haber comprometido la salud de la empresa más grande del país con un dispendio que aun pagamos, creyó del caso mentir sobre sus estudios de genética, culminados en un título de Licenciado que sólo su sucesora en la función dice haber visto alguna vez.

Como en España, esto le hace mal a la función pública, la desmerece velozmente y es un daño injusto con todos los que, siendo mayoría tanto en la política como en la vida científica, están lejos de tales prácticas fraudulentas. También le hace mal a las universidades, pues se ven a menudo sospechadas de una excesiva prodigalidad en sus titulaciones cuando la tendencia general y mundial es a alcanzar niveles de exigencia y control cada vez más duros y protocolizados.

Como la invención de un título académico, el plagio es una estafa. La mentira es tan vieja como la política, solo que ahora, por más galones académicos de los que pretenda revestirse, se descubre tan rápido como se la expone públicamente al escarnio, como nunca antes.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 14.08.2018

Sobre el autor
José Rilla es profesor de Historia egresado del IPA, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires. Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y Decano de la Facultad de la Cultura de la Universidad CLAEH. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores, ANII.

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