Editorial

Lecturas de campaña

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Por Rafael Mandressi ///

Una noche, hace muchos años: estoy en mi casa frente al televisor, mirando una película de cuyo título no me acuerdo. Tampoco recuerdo cuál era la historia, ni quiénes eran los actores. Era, eso sí lo tengo presente, una comedia estadounidense como hay miles, básicamente insignificante, doblada en algún lugar de Centroamérica y mutilada por largos túneles de publicidad. Televisión uruguaya, en definitiva. Uno de los personajes, por algún motivo que tampoco recuerdo y que no tiene mayor interés, se veía obligado a pasar un día entero en patines. La presunta gracia del asunto era que el personaje en cuestión no sabía usarlos, y andaba por la vida perdiendo el equilibrio, siempre a punto de romperse los dientes contra el piso.

Mi padre, que vencido por el verano nocturno se había sentado también él a bostezar frente al televisor, hizo el comentario por el cual aquella noche intrascendente de tedio y de calor en los albores de la televisión color no fue a parar por entero a la basura de la memoria. “Este tipo debe ser un fenómeno patinando”, dijo mi padre, sin saber que me estaba revelando una de esas típicas evidencias que, paradójicamente, uno no ve hasta que se las muestran: para hacer las cosas mal a propósito, antes hay que aprender a saber hacerlas bien, o muy bien.

En otras palabras, la impericia voluntaria es un lujo, al que se accede después de haberse adueñado de las habilidades necesarias hasta estar en condiciones de jugar con ellas. El verdadero transgresor es aquel que conoce las reglas que infringe. La libertad de usar a su antojo el error, la incorrección, el desvío, de salir a campo traviesa sin miedo a perderse, se paga por adelantado, casi siempre en incómodas cuotas. Se llama trabajo, y se nota. Cuando mi tía Maruja tropieza bailando no puede ser más que una torpeza; cuando lo hace una bailarina profesional puede estar creando una variante coreográfica. Cuando mi tío Ricardo escribe poemas de amor los domingos de tarde, le cuesta salir de los labios carmesí y la piel de alhelí que le solucionan la rima; si fuera un poeta, no tendría problema en probar con una palabrota, porque sabría que una metáfora soez le puede servir al verso y la usaría sin sentirse un ordinario.

Una campaña electoral suele ser pródiga, entre otras cosas, en documentos de diverso tipo, como programas de gobierno, síntesis programáticas, declaraciones de intención o sucedáneos, que se dan a conocer ya acabados o por entregas, y que cualquier ciudadano puede procurarse y consultar, por ejemplo, a través de internet. A uno la residencia fuera de fronteras y la imposibilidad de viajar para hacerse presente los domingos adecuados lo mantienen al margen del voto, pero eso no le impide intentar familiarizarse con lo que los partidos, los sectores partidarios y los candidatos tienen para ofrecer en la mochila de los planes y los propósitos.

La lectura de esa prosa es ingrata. No por la aridez casi inevitable de toda literatura gris. Tampoco por los contenidos específicos, que pueden gustar más o menos, pero en cuya seriedad uno tiende en principio a confiar – ayudado, es cierto, por la vasta ignorancia que uno arrastra en muchísimos temas, y por la insistencia con que se hace alarde de la abundancia de “técnicos” que habrían participado en la elaboración de la cosa. Llama la atención, sin embargo, que en esas legiones de “técnicos” no se haya podido, querido o tan siquiera pensado incluir “técnicos” en redacción. Ahí está lo ingrato de la lectura: en la escritura chapucera, la sintaxis a tientas, la puntuación aleatoria, la miseria estilística, los desmayos del subjuntivo, la multitud de mayúsculas sobrantes, las tropelías semánticas.

En la desprolijidad indecorosa de esas piezas, en suma, que lamentablemente no es intencional como la del actor patinador, no procede de una capacidad que permita tomarse licencias aun fracasando quizá en el empeño, porque esas cosas, como fue dicho, se notan. Se trata en realidad de párrafos escritos como mi tía Maruja cuando baila o como mi tío Ricardo pergeñando versitos románticos. De ahí el problema, que no es el de un simple lector atormentado tal vez por algún trastorno obsesivo compulsivo, que se detiene en detalles formales y no distingue lo accesorio de lo importante. No, no son detalles, las formas no son formalidades, y no se me ocurre cómo puede ser accesorio que quienes aspiran a gobernar un país no sepan, ni siquiera colectivamente, producir un texto decente. A menos que no les importe, o finjan que no les importa para disimular que no saben.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 03.06.2019

Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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