Por Rafael Porzecanski ///
Estamos viviendo un tiempo de auténticas movilizaciones en materia de relaciones de género. No me refiero únicamente a las movilizaciones colectivas que constatamos cada tanto en las marchas multitudinarias del “Ni una menos” o consignas similares sino también a esas movilizaciones íntimas que ocurren en nuestras cabezas y que nos obligan a revisar viejos y nuevos paradigmas a través de los cuales nos vinculamos hombres y mujeres. Tengo al respecto la impresión de que cada vez más nos debatimos entre una barbarie machista que se resiste a su extinción y entre un impulso por momentos civilizatorio y por otros momentos disciplinador proveniente desde el movimiento feminista.
La barbarie machista está a la vista de todos. Es esa que ejercen algunos hombres que visualizan a las mujeres como objetos que deberían servir para satisfacer mansamente sus deseos, necesidades y fantasías. Las manifestaciones más extremas de ese machismo fanático son múltiples, recurrentes y espeluznantes: una veintena de mujeres uruguayas que mueren asesinadas cada año por sus parejas o ex parejas; miles de casos de violencia doméstica que no desembocan en la muerte pero que dejan secuelas imborrables y agresiones sexuales de todo tipo y color por parte de extraños y conocidos (algunas filmadas por celular y difundidas alegremente como trofeos de guerra).
A esa barbarie la toleran, la matizan y la amparan muchos otros, hombres y mujeres. Están, por ejemplo, aquellos que miden el grado de culpabilidad de los violadores según el historial sexual de las víctimas o el largo de sus polleras. Unos cuantos van más lejos y siembran la violencia machista aunque no derramen una gota de sangre. Los populares Pibes Chorros supieron cantar hace unos años “Ay Andrea vos si que sos ligera, ay Andrea qué puta qué sos” para que muchos de nosotros bailáramos al son del machismo más puro y duro a ambos márgenes del Río de la Plata.
Todo mecanismo de dominación suele, no obstante, generar sus expresiones de resistencia. Así, frente a los crímenes machistas se alzan cada vez con más fuerza y legitimidad las voces de las (y los) activistas de género. Hay, en esa entendible resistencia, muchos aspectos de corte civilizatorio en respuesta al costado más oscuro del patriarcalismo, empezando por la elemental defensa del derecho más elemental del que debería gozar cualquier ser humano: el de la vida. Sin embargo, hay algunos aspectos de esa lucha feminista (o quizá mejor dicho de ciertas luchas feministas) que desprenden un fuerte aroma a disciplinamiento y revanchismo.
A través de esta estrategia disciplinadora, dirigida desde ciertos nichos institucionales e importada desde otros contextos, se procura enfrentar al patriarcalismo con una línea de fuerte impronta represiva, muy similar a la que reclama la oposición tras algún crimen de resonancia mediática. Lo curioso del caso es que muchas de las feministas que reclaman mano dura para los criminales machistas luego suelen estar del lado de quienes se oponen tenazmente al incremento de penas para otros delitos o a reducir la edad de imputabilidad.
Tras el reciente caso de la whiskería de Artigas que se proponía sortear los servicios de una prostituta en una rifa de $ 50, la directora del Instituto de Mujeres Mariela Mazzoti abogó por un enfoque abolicionista de la prostitución que penalice duramente al cliente. Esta es una medida adoptada en varios países europeos pero resistida por muchos otros pues está basada en un muy discutible supuesto: que la abolición será eficaz para acabar con un mercado sostenido por una fuerte oferta compuesta por mujeres pobres y jóvenes que buscan generar ingresos de otra forma impensables y por una fuerte demanda proveniente de miles de hombres ávidos de intercambiar dinero por sexo.
Está en estudio, por otro lado, un proyecto de ley de violencia de género que propone leyes mucho más duras para los femicidas y condiciones mucho más desventajosas para los sospechosos de violencia doméstica. Este proyecto también parte de otro supuesto harto discutible: que los violentos domésticos son seres fríos y calculadores que dejarán de amedrentar, abofetear o disparar a “sus” mujeres según la cantidad de años que les espere en la cárcel.
La línea disciplinadora de cierto feminismo uruguayo puede verse en muchos otros ejemplos recientes, algunos que directamente rayan en la ridiculez: un veterano profesor machista de tango sentenciado a participar en “acciones de formación en políticas de género e inclusión” de la IM tras haber impedido a dos mujeres bailar juntas en su milonga; un concurso literario abierto que sin embargo favorece a las obras que traten la temática de género y diversidad sexual (siempre y cuando obviamente los artistas se afilien al discurso oficialista); un certamen de humor prohibido para machistas y para todo aquel políticamente incorrecto (como si el humor no apelase por su misma naturaleza a la distorsión y la burla) y una revista para adolescentes “invitada” a cuidar el contenido de sus publicaciones para no reproducir peligrosos estereotipos.
Pareciera, en la concepción de fondo de esta estrategia feminista, que con bastante prohibición, una pizca de talleres de sensibilización y otro poco de transfusión ideológica desde las mentes iluminadas de las activistas de género hacia las mentes retrógradas machistas tuviésemos en las manos el antídoto perfecto para desterrar a los hombres golpeadores, violadores y discriminadores de este mundo. Un problema adicional con las propulsoras de esta estrategia más disciplinadora que civilizatoria es que su retórica suele ir cargada de un fuerte recelo hacia el mundo masculino en general, como si todos los hombres llevásemos un barbárico machista en nuestro interior y todas las mujeres fuesen víctimas en potencia. Como era esperable, esta retórica ya ha cosechado fuertes cuestionamientos, incluso dentro mismo del amplio y diverso movimiento feminista.
Combatir eficazmente la violencia de género es un desafío harto difícil si tomamos en cuenta el extenso prontuario acumulado por los hombres en las más diversas épocas y en los más diversos contextos. Se requiere, probablemente, un enfoque educativo diferente que arranque en las etapas más tempranas de la formación de la personalidad y reformas integrales que aseguren una igualdad de oportunidades genuina entre ambos sexos (no una que únicamente exista en la letra de la Constitución). No deberíamos, además, dejar de lado un enfoque y una reflexión más abarcativa sobre la violencia masculina que incluya pero no se agote en la dimensión de género. Basta recordar que en Uruguay los varones no solo prevalecen abrumadoramente entre los asesinos sino también entre las víctimas.
Si bien nuestro país ha dado pasos gigantescos en materia de igualdad de género en las últimas décadas, la persistencia de la barbarie enseña que hay aún mucho camino por recorrer. Para ese desafío que tenemos por delante, optar por la ruta del prohibicionismo, de mayor mano dura al “macho violento” y de sensibilización forzosa al “macho discriminador” luce una opción muy dudosa no solo en cuanto a su eficacia sino también en cuanto a su compatibilidad con los principios republicanos.
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Segunda mirada es el blog de Rafael Porzecanski en EnPerspectiva.net. Actualiza el sábado en forma quincenal.