Por Darío Klein ///
Las palabras “terrorismo” y “terrorista” vuelven a estar de moda. Desde que George W. Bush dividió el mundo en buenos y malos, en “los que están con nosotros o en nuestra contra”, ser o no ser terrorista ha sido la cuestión.
Cuando un gobierno desea denostar a un grupo armado que se le opone, lo califica de terrorista. Cuando un grupo rebelde quiere acusar a un ejército enemigo, lo califica de terrorista. Cuando un gobierno quiere bloquear a otro, lo acusa de auspiciar el terrorismo. En Colombia, Venezuela, Europa, en el Medio Oriente, en India, en Pakistán, en África… La palabra no se limita a una sola zona geográfica, causa o religión, ni es de ahora.
El término aparentemente nació durante la Revolución Francesa, como una etiqueta que reclamaron orgullosamente para sí mismos los Jacobinos. Luego, los anarquistas rusos, a fines del siglo XIX, comenzaron a asesinar a figuras públicas con fines políticos y lo utilizaban como propaganda. Aunque jamás atentaron contra civiles, se consideran los primeros casos de terrorismo tal como lo entendemos hoy.
Desde entonces, el terror fue usado por grupos radicales de derecha y de izquierda, en países subdesarrollados y desarrollados, por motivaciones religiosas, ideológicas, territoriales, nacionalistas… Aunque tal vez nunca, como hasta ahora, con tal desagradable eficiencia. Tal vez por ese mismo impacto –empezando por los atentados del 11 de setiembre de 2001– fue que en este siglo la palabra se transformó definitivamente en epíteto, en mote, en etiqueta.
Por ejemplo, el gobierno español ha hecho durante décadas un esfuerzo constante por lograr que el mundo y sus propios ciudadanos califiquen a la ETA como grupo o, peor, como banda terrorista. Lo mismo con Israel y sus principales antagonistas informales: Hamás y Hezbolá. Colombia y las FARC. Inglaterra y el IRA desmovilizado. Kosovo y el ELK. El Estado Islámico, convertido casi en un paradigma del uso de las herramientas terroristas. Y tantos otros…
Esto fue oficializado por EEUU, la Unión Europea y hasta la ONU, que han creado sus propias listas de grupos a los que consideran terroristas y de estados que auspician a estos grupos. Estar o no estar en esa lista es clave para funcionar dentro del sistema global.
De qué hablamos cuando hablamos de terrorismo
Más allá de distinciones ideológicas y de determinar quién tiene razón en cada conflicto particular, es importante señalar el punto central de esta columna: el terrorismo es un método y no debería ser, desde lo periodístico, un calificativo. Aunque no hay demasiado consenso en el mundo académico, podría definirse al terrorismo como el apuntar deliberadamente a no combatientes con la intención de, al menos, generar miedo en la población.
Pero si al hablar de terrorismo enfocamos la atención en los autores y no en el hecho, entonces la palabra se convierte en un simple epíteto. Un epíteto que básicamente intenta descalificar al enemigo. Al fin y al cabo los que para unos son terroristas para otros son mártires, combatientes por la libertad, estadistas, Premios Nobel de la Paz o soldados heroicos. Todo depende de dónde estemos parados.
Pero, como siempre, las cosas no son simples. Nunca es sencillo saber cuál fue la intención de una acción violenta: si fue deliberada y si fue para aterrorizar. Tampoco es fácil diferenciar el terrorismo de otros tipos de violencia política. Entonces, como el tema es complejo, la palabra cada vez significa más cosas y, básicamente, a quienes unos y otros llamen terrorista parece estar dependiendo cada vez más de las simpatías. En esta guerra semántica, el ganador será quien logre vender mejor su imagen de víctima a la opinión pública. Si es que eso le sirve de algo.
Para no tomar partido en este debate, los periodistas debemos intentar no entrar en el juego. Por eso, para rechazo de muchos españoles, las agencias de noticias y cadenas internacionales no hablan generalmente de “banda terrorista” y, en su lugar, llaman a ETA “grupo separatista”. Así como llaman a las FARC “grupo guerrillero” y a Hamás “grupo fundamentalista islámico” o simplemente “grupo islamista” o “grupo armado”, para insatisfacción de los gobiernos y poblaciones civiles a quienes atacan.
Es periodísticamente correcto calificar un ataque con bomba o con cuchillo contra civiles como “ataque o atentado terrorista”. Se puede y se debe hablar de terrorismo, pero casi nunca es periodísticamente aceptable calificar al autor o al grupo que está detrás, como terrorista, por más que a quienes tienen su bando definido en cada conflicto esta neutralidad les moleste. En la guerra semántica, los periodistas no deben participar del combate.
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Disputatio periodística, el blog sobre periodismo de Darío Klein en EnPerspectiva.net, actualiza en forma quincenal, los jueves.