Por Marcelo Estefanell ///
“Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar”
Fragmento del poema Vencidos, de León Felipe
Desde que uno se enfrenta a don Quijote de la Mancha en los cursos liceales suele predominar un clima algo solemne y aburrido. Parece insólito, por cierto, porque en el caso de las aventuras del ingenioso hidalgo, el humor y la sátira saltan desde la primer página. Cervantes no nos da la menor oportunidad de que nos pongamos serios. Si a usted, estimado lector, le cabe alguna duda, deténganse unos instantes en estos pocos ejemplos:
a) Desde el prólogo el autor pone en primer plano un problema concreto y lo dice a texto expreso: no sabe cómo hacerlo; encima, como no tiene amigos de importancia social ni intelectual que le dediquen sonetos y epigramas, tal como se estilaba en la época. Duda qué hacer. Para colmo de males, asegura carecer de la erudición necesaria para realizar esa tarea.
Son puras artimañas, no tenga dudas. Es la burla y el guiño a las modas literarias de la época; y en la solución está la muestra: astutamente recurre a un amigo —inventado o no, poco importa— que le brinda consejos y soluciones a su problema literario; éste le recomienda que mienta, lisa y llanamente; le dice que traiga a colación citas más o menos acordes con lo que esté tratando —el amor, la muerte, la libertad o el cautiverio— y, de ser posible, las haga en latín, detalle que le dará cierta pátina de hombre culto. También le aconseja que él mismo escriba los sonetos y los epigramas con que solían adornarse las obras por entonces, que no eran otra cosa que elogios en verso realizados por amigos de un círculo literario y hasta escritores de fama. En consecuencia, no podemos evitar una sonrisa al ver que en los versos preliminares desfila Urganda la Desconocida, protectora de Amadís de Gaula, al mismísimo Amadís, héroe de la novela de caballería de más difusión en el siglo XVI; surge Belianís de Grecia, otro caballero novelesco y torturado por los cuernos que le puso su señora; por no mencionar a las damas que también cantan alabanzas inventadas, como Oriana y su soneto dedicado a Dulcinea del Toboso, todos personajes de otras novelas y otros autores de los que se apropia Cervantes sin solicitar permiso.
Y para culminar toda esta sarta de poesía satírica, no encuentra nada mejor que recrear un diálogo inaudito entre el caballo del Cid Campeador y Rocinante:
Babieca: ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
Rocinante: Porque nunca se come, y se trabaja.
B: Pues ¿qué es la cebada y de la paja?
R: No me deja mi amo ni un bocado (…)
b) Al comienzo de la novela todo es ambiguo, irónico, y contradictorio, porque el narrador arranca en primera persona diciendo la famosa frase que distinguimos todos: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”y, pocas lineas después, nos anuncia que hay contradicciones entre autores sobre si el hidalgo se llamaba Quijada o Quesada, aunque también podía ser Quejana. ¿Cuántos narradores son? Por las dudas, no sea cosa de que el lector ocasional se lo tome en serio, al fin del capítulo VIII, en una secuencia vigorosa donde Don Quijote enfrenta con sus armas a un Vizcaíno mal hablado y atrevido, justo en el momento que ambos se van a infringir mortales heridas a espada alzada, aparece el narrador y nos advierte:
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor (¿cuál el primero?) desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia (…).
Así, durante el siguiente capítulo (IX), nos enteraremos de las vicisitudes que sufre este segundo autor en la búsqueda del resto de los manuscritos: gracioso peregrinaje que culmina en Alcaná de Toledo (una especie de feria de Tristán Narvaja los domingos), donde le llama la atención unos cartapacios desbordados de papeles, pero, dato inquietante, están escritos en árabe. Le pide a un morisco aljamiado que le traduzca y, oh, sorpresa, son los restos del manuscrito de don Quijote con una ilustración que describe justo el momento en que nuestro caballero y el vizcaíno están con sus espadas alzadas. Compra todo sin hacer mucha alharaca y se lleva al traductor a su casa. A partir de entonces, y hasta el final de la novela, este segundo autor devenido en “recopilador”, nos recordará un capítulo sí y otro no, que Cide Hamete Benengeli, un moro, es el autor verdadero de las aventuras de don Quijote de la Mancha.
Es como si a José Hernández, el autor de Martín Fierro, se le hubiese ocurrido atruibuirle sus versos a un Inglés, ni más ni menos. Más otro detalle que no deja de encerrar una terrible ironía: entre ambas publicaciones de don Quijote (1605-1615) son los moros, precisamente, quienes son expulsados de España por orden de Felipe III; más de trecientos mil, por citar una cifra aproximada. En consecuencia, Cide Hamete Benengeli, autor morisco entre todo ese juego de autores era, por entonces, un proscrito.
c) El —o los— narrador/es machacan a lo largo de toda la obra que nuestro caballero está loco, a tal punto que el tema se vuelve un asunto central y se difunde durante cuatro siglos como el nudo de la obra: locura versus cordura ha sido motivo de análisis de innumerables críticos literarios, de profesores de literatura y hasta de psicoanalistas. Pero pocos se detienen a pensar en los supuestos “cuerdos” que acompañan a Alonso Quijano el Bueno —trocado en don Quijote de la Mancha por motus propio—, como lo son sus amigos el Cura Pero Peréz, el Barbero Maese Nicolás y, por último, el inefable y socarrón Sansón Carrasco. El Cura no tiene ningún empacho de disfrazarse de mujer (leyó bien, de mujer o “doncella andante”, como describe el autor) para engañar a nuestro caballero, y Maese Nicolás se pone unas barbas falsas y otros atuendos para figurar de escudero de la “Doncella”. Por no dejar de mencionar al bachiller Carrasco que se hace pasar por el Caballero del Bosque, primero, y por el de la “Blanca Luna”, después, con el fin de provocar a don Quijote y enfrentarlo en una lid con armas iguales, así, una vez derrotado, le exigirá abandonar las armar y volver a su aldea.
Dicho de otra manera, “todos bailan” al son que impone el Caballero de la Triste Figura, pero, oh paradoja, el único loco es él. En realidad, todo es un juego al que hay que estar dispuesto a jugar. La única condición desde un principio es no ponernos solemnes y, mucho menos, pomposos con la novela más editada del mundo. Por el contrario, hay que abrir los pulmones, inspirar hondo y reírnos a carcajada limpia sin temor a pecar de ignorantes y de exagerados. Entonces seremos como los lectores de 1615 donde, según Cervantes, la historia "(…) es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: “Allí va Rocinante”. Y los que más se han dado a su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote, unos le toman si otros le dejan, estos le embisten y aquellos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre ni por semejas una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico".
Vale.
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Viene de…
El Quijote en diez clicks, por Marcelo Estefanell