Por Rafael Porzecanski ///
El 27 de junio de 1973 es la fecha que los uruguayos hemos elegido para conmemorar la instalación de casi 12 años de dictadura militar en el país. Ese día, el entonces presidente Juan María Bordaberry y las Fuerzas Armadas disolvieron el parlamento, reemplazándolo por un Consejo de Estado elegido discrecionalmente. En febrero de aquel mismo año, hubo otro acontecimiento político insoslayable que incluso para algunos especialistas marca el verdadero comienzo del golpe de Estado.
El 8 de febrero, Bordaberry había decidido reemplazar al ministro de Defensa, Armando Malet por el general Antonio Francese, un militar conservador pero legalista. La movida política tenía un objetivo claro: controlar la creciente injerencia política de unas Fuerzas Armadas envalentonadas tras su exitoso papel en el combate de la guerrilla tupamara y por un contexto regional donde soplaban cada vez más los vientos militaristas.
La decisión de Bordaberry, una indiscutible competencia del Poder Ejecutivo según la Constitución, fue firmemente resistida por el Ejército. Debilitado políticamente, sin un gran respaldo popular y ni siquiera demasiado convencido del valor de la institucionalidad democrática (como se encargaría de demostrar en su posterior proceder), Bordaberry finalmente cedió a la presión militar, forzó la renuncia de Francese y lo reemplazó por Walter Ravenna, un civil afín al golpismo militar.
Quizás lo más interesante del repaso de aquel febrero turbulento es el proceder de los diferentes protagonistas políticos del momento. En especial, lo más importante de comparar febrero con junio de 1973, es que mientras en junio casi toda la clase política le había finalmente visto “las patas a la sota” militar y comprendido que se venían tiempos fascistas y represivos, en febrero fueron contadas aquellas figuras que se plantaron firmes contra un poder militar con pretensiones mesiánicas. Dentro de la selecta minoría lúcida de aquel febrero amargo, merecen especial destaque tres figuras que desde diferentes ámbitos defendieron a capa y espada la amenazada institucionalidad democrática.
En el ámbito político, el senador del Partido Colorado Amílcar Vasconcellos (quien de hecho acuñó el término “febrero amargo”) fue la voz más firme e intransigente contra un Ejército que se autodefinía como la encarnación de la voluntad popular en contraposición a una clase política catalogada como corrupta e ineficiente. Incluso previo al episodio del general Francese, Vasconcellos había escrito una contundente carta pública al presidente Bordaberry, advirtiendo la creciente intromisión militar y los peligros que ello suponía. Además, al ocurrir el enfrentamiento por la designación de Francese, Vasconcellos supo realizar una distinción que casi todos olvidaron: defender la investidura y atribuciones de un presidente democráticamente elegido por sobre las cualidades de la persona que coyunturalmente ocupaba esa función (y con quien Vasconcellos discrepaba radicalmente).
Un segundo protagonista que merece rescatarse es a quien era entonces Comandante en Jefe de la Armada, el vicealmirante Juan Zorrilla. Durante el affaire Francese, Zorrilla decidió que la Armada defendería la voluntad del presidente y atrincheró a sus hombres en la Ciudad Vieja, enfrentándose abiertamente a un Ejército y Fuerza Aérea predominantemente golpistas y dispuesto a un combate militar si fuese necesario en defensa de la institucionalidad democrática. La gran mayoría de los marinos, justo es decirlo, acompañaron a Zorrilla en su cruzada legalista.
Por desgracia, Zorrilla fue más realista que el rey (o mejor dicho más presidencialista que el presidente) pues como recompensa a su defensa de la institucionalidad recibió de Bordaberry una actitud entre vacilante e indiferente y el rechazo de vastos sectores de izquierda que aún soñaban con un autoritarismo militar de signo izquierdista. Así, finalmente la Armada abandonaría el sitio de la Ciudad Vieja y cedería definitivamente su brazo en la pulseada con el militarismo golpista.
Por último, el recuerdo de aquel febrero de 1973 debiera también honrar la izquierdista lucidez de Carlos Quijano, uno de los intelectuales más destacados que ha dado Uruguay. Dos virtudes al menos merecen mencionarse de Quijano en tanto figura de una izquierda donde para la mayoría importaba infinitamente más combatir a la oligarquía y al imperialismo que defender una institucionalidad “democrática” denostada como “demo-burguesa”. Por un lado, desde su semanario Marcha, Quijano advirtió a la izquierda sobre la falsedad del progresismo del Ejército uruguayo, que muchos creyeron advertir en los famosos Comunicados 4 y 7 difundidos en febrero de 1973. En aquellos hábiles comunicados, las Fuerzas Armadas anunciaban vagamente sus objetivos políticos con cierto “tufillo” antiimperialista.
Los hechos le darían a Quijano la razón pues el carácter netamente conservador de la dictadura uruguaya no tardaría en desnudarse. Asimismo, en lugar de desdeñar a la imperfecta democracia representativa como la mayoría de sus correligionarios y de hacer guiños seductores al militarismo, Quijano adoptó la postura contraria. “No hemos vivido tantos largos años como hemos vivido, para renunciar y dar la espalda, movidos en el mejor de los casos por cegadores espejismos, a lo que siempre hemos creído: al poder militar como tal, como organización con personalidad, disciplina y fines propios no le corresponde ejercer el poder político” escribió Quijano un 16 de febrero de 1973, sin dejarse seducir por la música de flautistas autoritarios que llegaba a sus oídos desde tantos frentes (amplios y estrechos).
Todos recordamos como símbolo de resistencia al golpe aquel carismático y emotivo discurso de Wilson Ferreira Aldunate, justo antes que los militares disolvieran el parlamento y se tragaran la última gota democrática que le quedaba al país. El recuerdo de febrero de 1973 nos regala en las figuras y conductas de Vasconcellos, Zorrilla y Quijano otros íconos de resistencia de igual importancia, cada uno representante de una lúcida minoría que se negó una y otra vez a canjear libertad y democracia por otras causas y banderas.
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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles, consultor independiente en investigación social y de mercado, jugador profesional de póker y colaborador de EnPerspectiva.net.