Por Rafael Porzecanski ///
Este 2015 se cumplen 70 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, un desenlace escrito en dos capítulos: primero con la rendición del ejército Nazi ante los ejércitos aliados en mayo de 1945 (hito que daría fin al frente europeo de la guerra) y posteriormente en agosto con la capitulación del Imperio Japonés.
En tiempos donde aún millones de personas de las más diversas culturas continúan aceptando con mayor o menor entusiasmo la vieja premisa de que “el fin justifica los medios” (y en particular el uso de la violencia física para alcanzar objetivos personales o colectivos), parece pertinente aprovechar esta conmemoración y repasar algunas cifras y consecuencias arrojadas por esta guerra multinacional.
Aunque difícilmente llegue alguna vez a establecerse con precisión el número exacto de víctimas, todas las estimaciones señalan que la Segunda Guerra Mundial es el conflicto bélico que más muertes ha causado en toda la historia de la humanidad. Estimaciones más bien conservadoras establecen cerca de sesenta millones de muertes. De estas bajas, al menos cuarenta millones fueron civiles. Es decir, en un período de casi seis años (la guerra comenzó con la invasión alemana a Polonia en setiembre de 1939), fue asesinado fuera de las trincheras un número equivalente a la población uruguaya multiplicada trece veces. Aunque no es una cifra usualmente remarcada, los países por amplio margen con más muertos por efecto de esta guerra fueron la ex Unión-Soviética (más de 20 millones) y China (más de 15 millones).
Muy significativas son también las cifras de muerte de varios pueblos europeos, particularmente los alemanes (más de siete millones) y polacos (más de seis millones). Párrafo aparte merece el exterminio del pueblo judío (estimado en seis millones de personas) y de cientos de miles de ciudadanos “indeseables” para el paladar nazi (gitanos, disidentes, homosexuales, entre tantos otros) en los campos de concentración y cámaras de gas sembrados a lo largo de varios países europeos.
Esta fantásticamente organizada industria alemana de la muerte (que contó en varios países ocupados con el visto bueno e incluso colaboración abierta de vastas capas poblacionales) no sólo coincide cronológicamente con la Segunda Guerra Mundial sino muy probablemente es inentendible sin ella; no por casualidad, la radicalización del Holocausto ocurre en pleno apogeo de la guerra. Otro párrafo también merecen los bombardeos atómicos del ejército estadounidense a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, con un saldo de más de doscientos mil civiles muertos e incontables daños adicionales.
Aunque las matemáticas se empeñen en decir lo contrario, 60 millones de muertos es un número infinito. Un número demasiado grande para que la psiquis humana comprenda en su justa dimensión y significado. Un número imposible para repasar una por una la historia particular de cada vida interrumpida por culpa lisa y llanamente de la acción humana.
En tiempos en que el gran villano universal de turno es un grupo de fanáticos que quieren instaurar un califato y rebobinar la película del hombre a unos cuantos siglos detrás, no está de más recordar que el mayor experimento de autodestrucción que la especie humana conoce hasta la fecha, es obra de una de las versiones más racionalizadas del ser humano, esa acunada en las sinfonías de Mozart y Beethoven y a cuyas mentes apalabraron pensadores como Voltaire, Hegel y Kant. Así, el repaso de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias es un buen cachetazo para quienes pregonan la evolución moral del ser humano a lo largo de su historia, la superioridad espiritual occidental así como también para quienes se encandilaron en exceso con los buenos frutos de la modernidad.
También es importante recordar que en esta guerra, como en casi todos los grandes teatros de muerte, fueron feroces autoritarismos los que lanzaron la primera piedra, por más que no deba pasarse por alto la crueldad y prepotencia de la política exterior ejercida por algunas democracias poderosas en el pasado y presente. Por último, aunque en las guerras hay a veces algunos bandos más culpables que otros (y en este caso no hay dudas que la mayor responsabilidad carga en los países del llamado “Eje”), luego de terminada la lucha generalmente se constata que todos los protagonistas terminan con el alma sucia y las manos llenas de sangre injusta.
Si la historia, como debe ser, ha guardado un lugar de destaque para las atrocidades nazi-japonesas, también debe hacerlo para con algunas espeluznantes respuestas aliadas como los bombardeos de Dresde por parte de la aviación anglo-estadounidense o el ya mencionado ataque atómico a la población japonesa. Así, aunque en la Segunda Guerra Mundial hubo espacio y motivo para la heroicidad, la valentía y el amor (el cine y la literatura se han encargado de sobra en remarcar este efecto colateral), ni esta ni ninguna otra guerra ha hecho a la humanidad mejor de lo que era antes de empuñar las armas.