Editorial

La unión sagrada

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Por José Rilla ///

En un par de horas Uruguay se medirá con Francia para saber cuál de las dos está entre las cuatro mejores selecciones del campeonato mundial de fútbol. Sé bien que todo lo que diga podrá ser usado en mi contra.  Más allá de un resultado, ojalá que sea el de la victoria, será difícil negar el formidable peso cultural que viene alcanzando, otra vez, este torneo   del “más popular de los deportes”.

El mundo globalizado parece dejar cada vez menos lugar para la visibilidad de las naciones; aunque el fútbol es un gran negocio y la FIFA una potencia transnacional, cuando la competencia es limpia nos hallamos ante una fascinante idea de la nación, con todo lo frágil y esquivo que se nos presenta ese concepto. Es una idea aparentemente sencilla: ordenemos a los futbolistas por el país en que nacieron, y no por el  club en el que juegan habitualmente. El resultado de la competencia que este agrupamiento nacional del talento puede arrojar es un nuevo orden mundial: por ejemplo, que los países más débiles se acerquen a la cima, o que el peso de las naciones que desarrollan las ligas más competitivas se alejen del triunfo.

Algo de esto ya ocurrió en Rusia 2018.

Este campo de posibilidades y variantes le otorga al Mundial una notable carga simbólica, permite sustituir el mundo real por otro en el que los débiles se acercan a los fuertes y hasta pueden derrotarlos… y mandarlos a casa.

El Uruguay vive esta vicisitud  con pasión y expectativa, y la Celeste ha devenido zona de concordia mucho más allá de la práctica de fútbol, se ha transformado en un lugar donde se deponen las armas, en unión sagrada que no admite fisuras.

Los historiadores especialistas en la Primera Guerra Mundial han escrito mucho acerca de la Unión Sagrada: por ella se suspendían todos los rencores y luchas internas, todas las tensiones viejas y duras, en beneficio de un objetivo -la derrota del  enemigo-  que era apreciado como excluyente en cualquier sentido. Claro, no se puede vivir todo el tiempo adentro de las metáforas:  las calamidades de la guerra, los impuestos para sostenerla, la violencia llevada a extremos inéditos e insospechados obviamente perforaron aquella unión sagrada y la dejaron, apenas, como recurso  retórico de los nacionalismos fanáticos que asolaron el siglo.

Como dispositivo simbólico el fútbol permite restaurar esa posibilidad- ver a la nación entre las naciones- ambienta una vida entre paréntesis, una simulación que al fin y al cabo es la esencia de los juegos.

Pero el Uruguay estira el símbolo, lo lleva a un extremo desenfrenado cuando pone allí todas sus apetencias, sus valores olvidados, su acuciante necesidad de creer en algo, laicos como somos.  Hubo quien dijo, esta semana, que debíamos procurar llevar esta unión sagrada a los temas de la seguridad, de la educación, de lo que sea que nos aflija.

Lejos de la casualidad, un maestro corona semejante dispositivo, resume los fervores con admirada prudencia, administra recursos (humanos, materiales, imaginarios) con mano firme, y salva todos los exámenes aun cuando el juego, el de la cancha, no sea bueno. Lleva con la dignidad de Roosevelt su dificultad física. El “maestro Tabárez” es nuestro primer maestro, con su retórica  “el proceso” dejó de ser una fea y esquiva palabra con la que eran nombrados, hasta no hace mucho, los peores años de la vida del país.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 06.07.2018

Sobre el autor
José Rilla es profesor de Historia egresado del IPA, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires. Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y Decano de la Facultad de la Cultura de la Universidad CLAEH. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores, ANII.

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