Por Rafael Mandressi ///
El verano boreal está llegando a su fin. Como era de prever, en Europa ha sido un verano caliente, que hizo arder las fronteras: decenas de miles de personas intentaron ingresar en territorio europeo. Muchas de ellas fracasaron, con frecuencia de la peor manera: perdiendo la vida en el mar, en el tren de aterrizaje de un avión, en la vía de un ferrocarril o encerrados en un camión.
Hubo quienes llegaron con vida al umbral de Europa, y allí quedaron, sin poder traspasarlo. La mayoría, sin embargo, logró entrar, pero no fue el final del viaje: no se trata simplemente de penetrar en la Unión Europea, sino de alcanzar un destino preciso. De manera que cuando consiguen poner pie en Grecia, o en Hungría, no solicitan refugio allí, ya que si lo hacen es allí donde deben permanecer. El periplo sigue pues, hacia Alemania o hacia el Reino Unido, por ejemplo. Sortearon muros y alambres de púa, pudieron no ser detectados por las cámaras térmicas, eludieron a los perros y los guardias armados y se encontraron, finalmente, ante la necesidad de cruzar el canal de La Mancha o frente a manifestaciones callejeras de grupos neonazis en Alemania exigiendo que se los expulse.
Entretanto, los gobiernos europeos no atinan más que a proyectar la construcción de campos de refugiados y a discutir sobre un sistema de cuotas para definir la cantidad de estas personas que le correspondería recibir a cada uno de ellos. La ultraderecha ladra, las organizaciones humanitarias dispensan alimentos y cuidados sanitarios básicos, las patronales hacen cálculos para saber cuánto podrían ahorrar empleando mano de obra clandestina, las mafias del tráfico de personas prosperan, y en los medios de comunicación gente con cara seria y aire conocedor habla de la peor crisis migratoria en Europa desde la segunda posguerra.
Si así fuera, habría que concluir que algunos cientos de miles de personas alcanzan para provocar una crisis grave en un espacio poblado por 500 millones de habitantes. El miedo absurdo a ver amenazada una identidad que solo existe en las historietas deforma los mapas, hasta reducirlos a una frontera. A la sombra de la inseguridad cultural florece el reflejo irracional de cerrar más y mejor las puertas y ventanas de la casa Europa, olvidando que lo propio de las fronteras es ser atravesadas. Sirios, iraquíes, eritreos, albaneses, afganos y tantos otros seguirán llegando, en botes neumáticos, a pie, a nado, en trenes de carga o en camiones frigoríficos. Seguirán haciéndose esquilmar por los traficantes y poniendo en peligro hasta sus vidas, como lo han hecho en todos estos meses de cerrazón fronteriza.
A la inversa, no porque las fronteras se abran vendrá una avalancha de inmigrantes: no se emigra por el mero hecho de tener una frontera abierta en alguna parte. El estado de las fronteras no determina los flujos de población, pero puede provocar tragedias. Ya han ocurrido, y volverán a ocurrir mientras el tiempo, la energía y la plata que se destinan a aislar un territorio no se empleen en restablecer la respiración de las fronteras, redefiniéndolas como un lugar de circulaciones y no de asfixia. Quizá entonces se perciba que no todas las circulaciones son equivalentes, y que no es indispensable –ni siquiera es inteligente– usar las fronteras del mismo modo para el tráfico de armas, el contrabando o la trata de personas, que para gente que escapa de la guerra o de la miseria, o de ambas cosas a la vez.