Editorial

Llámele hache

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Hace poco más de una semana se supo que el Tribunal de apelaciones de trabajo de primer turno había rechazado un escrito presentado por los abogados de la Comisión de apoyo de la Administración de los servicios de salud del Estado (ASSE). El motivo aducido por el tribunal fue el espanto ortográfico ante las “faltas garrafales” que picaban de viruela el texto: más de un centenar en once páginas, con perlas negras como el uso de ese o ge donde habría correspondido una equis o una jota, por supuesto haches faltantes (total, no se pronuncian), be en lugar de uve y alguna zeta allí donde cabía esperar una ese.

La pieza, que ha ganado internet y puede por lo tanto consultarse en bruto –nunca mejor dicho–, es digna de admiración: su autor fue capaz de cincelar las burradas con una precisión tal que su prosa merece integrar cualquier antología del rubro. El maestro [José María] Firpo habría quizá dudado, sin embargo, por pudor y en virtud de ese sentimiento incómodo que llamamos vergüenza ajena, a la hora de incluir una desdicha semejante en su clásico El humor en la escuela.

Es una broma, o una provocación, quizá un acto subversivo, se dice uno, atónito ante el escrito de marras. Admítase: el caso no deja de ser extraño. El redactor es alguien que cursó, se presume, estudios superiores, es decir que logró franquear exámenes hasta obtener un título. Si sus dotes ortográficas fueron siempre las mismas, no se entiende cómo escaló la ladera universitaria hasta hacerse con un diploma. Es más: podría preguntarse cómo pudo completar la educación secundaria.

Otro aspecto llamativo es que, si se observa el documento, parece haber sido excretado sirviéndose de un procesador de texto, cuyo corrector ortográfico está a disposición de todo escribiente. Si bien esos correctores no garantizan, por ejemplo, que un tilde sobrante o faltante sea detectado cuando una palabra se diferencia de otra sólo a través de ese signo, sí son capaces de indicar que “desarroyo” con ye es un error, por lo menos hasta que algún día se decida tal vez emplear esa palabra para designar la eliminación de un curso de agua.

La ortografía es convencional, podrían aducir quienes crean que poco importa atenerse a sus reglas, así como a las de la sintaxis, e incluso que es buena cosa desafiar toda convención, ya que oprime libertades tan fundamentales como la de escribir “extructura” con equis, como si se tratara de una “tructura” que ya no es. No faltará probablemente quien recuerde que la guardiana de tales ortodoxias es una academia monárquica que desde Madrid oficia como policía del idioma, y que integran personas sin credenciales inequívocas. Después de todo, Arturo Pérez Reverte es académico de la lengua.

No es reprochable tener poca simpatía por una institución semejante, cuyo viejo lema –“limpia, fija y da esplendor”– parece el de la publicidad de un jabón en polvo que promete lavar hasta los calzoncillos del Cid campeador. ¿Qué barrera, que argumento puede alzarse entonces ante el relativismo ortográfico, que tiene para sí el formidable pretexto de la detestación de la autoridad? Pues uno muy simple: la mejor manera de transgredir las reglas es dominarlas, para estar luego en condiciones de jugar con ellas. Dicho de otro modo: la heterodoxia es de recibo cuando se ejerce después de haber digerido las normas, y no cuando es un mero taparrabo de la ignorancia o de la pereza. Un músico no improvisa antes de saber tocar, y un futbolista sin fundamentos técnicos difícilmente pueda hacer mucho más que pegarle de punta y para arriba.

Hay miles de estupendas páginas sembradas de incorrecciones que no son la expresión de una carencia, sino de la libertad que otorga conocer hasta la médula aquello que se manipula. Se puede escribir “bien” sometiéndose sin más a la ley dictada por los heraldos de la lengua, y ya sería mucho en el caso del defensor letrado (es un decir) de la Comisión de apoyo de ASSE. Pero es conformarse con el mínimo, y así estamos, pidiendo que se llegue al piso como si fuera el techo, en lugar de ir a más, para estar en condiciones de sacudir la sábana demasiado planchada del idioma según las academias. Eso requiere trabajo, naturalmente, pero es un trabajo estimulante, siempre y cuando uno recuerde que despreciar el decir es achicar el mundo.

Corrección, lunes 9.10.2017, hora 15.45
En su versión original, audio y transcripción de esta columna se referían al autor de El humor en la escuela como "Roberto Firpo", lo que es incorrecto. Su nombre es José María Firpo. La transcripción ha sido corregida para reflejar este cambio.

***

Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 09.10.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

Comentarios