Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Algún día me voy a jubilar. Dentro de 19 años, aproximadamente, cuando el Estado francés me jubile a prepo, aunque yo no tenga ganas. Y muy probablemente no las tenga en ese momento, siempre y cuando llegue, que nunca se sabe cuándo se cierra este paréntesis entre dos nadas que llamamos vida. Pero las estadísticas son generosas y lo que dicen sobre la esperanza de vida me permite ser razonablemente optimista, de manera que pongamos que llego hasta allí, con poca o ninguna gana de jubilarme, y con la convicción, además, de estar en condiciones de seguir trabajando casi como si nada.
Anticipo ya la disconformidad y el malhumor que me va a provocar tener que retirarme, y ese anticipo viene acompañado de una constatación repetida, una evidencia que no siempre tengo presente como debiera: soy un privilegiado. No sólo el trabajo que hago me entusiasma, sino que no mengua mis capacidades físicas como para necesitar dejarlo a cierta altura de la vida, que me parece relativamente temprana. Si mi trabajo fuera penoso, ingrato, y, sobre todo, si me gastara la existencia limándome con el tiempo, de seguro no pensaría igual, y la edad a la que podría jubilarme sería un dato de mucha importancia.
Pero la edad no lo es todo, por supuesto. También cuenta, fundamentalmente, el monto de la jubilación, que si es miserable duele a cualquier edad, y más duele si uno siente que lo han estafado. Así van demasiado a menudo las reformas de la seguridad social, desde hace algunas décadas ya: a jubilarse más tarde, que la esperanza de vida aumenta y la demografía se nos llenó de viejos; a poner la plata de los aportes en manos de entidades con fines de lucro, que así la cosa es más eficiente; a ahorrar para uno mismo, en una cuentita personal, que eso de la solidaridad intergeneracional es un mamarracho arcaico.
Se habla hoy de nuevas reformas, que según se dice son, o habrán de ser, ineluctables. En Francia, por ejemplo, donde si bien sigue sin haber espacio político para introducir la capitalización individual, circula ya, en las carpetas de una comisión instituida por el presidente de la República, el nuevo mantra jubilatorio que el señor Macron lanzó en la campaña electoral, sin que se sepa muy bien qué implica: por cada euro aportado, cada ciudadano debe recibir lo mismo a la hora de jubilarse. Una suerte de justicia universal, tan berreta en el fondo como el sentido común al que remite, ese mismo sentido común que no imagina redistribución alguna y que supone que si usted era pobre cuando trabajaba, seguirá siéndolo en la misma proporción después del retiro.
No es por cierto la rapiña a la chilena y sus AFP, ni siquiera es el sistema que rige en Uruguay desde hace veinte años, que los incautos siguen llamando “mixto”, pero el mero olfato y los antecedentes hacen pensar a los malpensados que a la postre esta reforma que se avecina irá, más allá de los adornos, por el mismo sendero que otras que ha habido en Francia y en otros países europeos en los últimos lustros, cuya fórmula ha consistido, en lo medular, en aumentar los años de aportes, es decir de trabajo, y en elevar la edad mínima para poder hacer valer su derecho a la jubilación.
Ya se dijo: vivimos cada vez más, hay cada vez más viejos que mantener y cada vez menos jóvenes para bancarlos yugando. Al mismo tiempo, no queremos demasiados inmigrantes que suelen ser más jóvenes que el promedio de la población, y que por añadidura suelen tener más hijos. Nos satisface ser sociedades envejecidas, pero no tenemos con qué pagarlo. ¿La solución? Que los viejos laburen, si hasta los ochenta se es un pibe por los tiempos que corren. Si usted es obrero de la construcción, siga dándole con el taladro neumático hasta que las velas ardan y los huesos se le hagan polvo. Sí, polvo, porque lo que los cráneos reformistas no tienen en cuenta, al parecer, es que tal vez la esperanza de vida aumentó también gracias a que se fue trabajando menos, es decir que las dos cosas no están desconectadas. Salvo, claro está, que se pretenda hacer disminuir la esperanza de vida, no de todos por cierto, sino sólo de los laburantes más sufridos, y con eso se contribuya a equilibrar las cuentas.
Esos laburantes quizá sepan entender lo que hoy los cincuentones uruguayos se resisten obcecadamente a aceptar: se trataba, y se tratará en el futuro, una vez más, de salvar el sistema. Parece mentira que haya quienes rechacen el honor de ser designados, compulsivamente, como salvadores. Gente desagradecida, sin duda.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 11.12.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.