Editorial

Sin palabras

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Por Rafael Mandressi ///

El ejercicio de hacer uso de la palabra, escrita u oral, tiene más dificultades de lo que quizá se suponga, sobre todo cuando esa palabra es pública: esto es, cuando se ofrece públicamente a un conjunto indefinido de destinatarios. Nunca se sabe a ciencia cierta a quién se está dirigiendo uno, quién se interesará en recibir esas palabras, con cuánta benevolencia serán acogidas, a qué malentendidos pueden dar lugar, qué tan claras u oscuras serán para los oídos donde caigan.

Se trata de medir, de ajustar, de combinar las palabras lo más adecuadas posible para ser preciso, para dar un punto de vista y los argumentos que lo apoyen, para explicar y explicarse a la vez. Escribir da trabajo, hablar también, y la frustración está por lo demás siempre al acecho, porque en el combate cuerpo a cuerpo con el lenguaje a menudo se pierde, y la mayoría de las veces apenas si se empata.

A cuento de qué viene todo esto, se preguntará quizá usted, o ustedes, que en este momento están escuchando, con una generosidad que sólo cabe agradecer. Pues bien, tiene que ver precisamente con este instante, en el que durante cuatro minutos se difunde una columna que lleva mi firma y que, asombrosamente para mí, encuentra quien la escuche, o la lea, un poco más tarde.

La responsabilidad es grande, las palabras son pocas, y la legitimidad de opinar públicamente nunca se termina de adquirir. Es precaria y revocable; se trata, por definición, de la voz de un intruso, que debe por lo tanto pedir permiso cada vez, sirviéndose de los recursos que tiene a su alcance: palabras. Es decir, una materia prima que no se deja domar fácilmente y que impone reglas. Ese es el precio a pagar si se aspira a obtener, aunque sea fugazmente, la autorización implícita para decir algo.

Así se fabrican estas botellas al mar, escritas y dichas con la inquietud pertinaz y saludable de ignorar, por lo menos en parte, la suerte que habrán de correr. Así se persigue a las palabras, con la esperanza de alcanzarlas un día, morderles la médula y echarlas en una frase, en un párrafo, en una columna. Ocurre sin embargo que en ocasiones las palabras que uno habría querido atrapar se escapan irremediablemente y es necesario conformarse con suplentes. Peor aún, ocurre también a veces que ni suplentes hay. Y entonces llega la afasia. No hay manera de justificar la irrupción, siempre desgraciadamente un poco olímpica, del escribiente o del hablante que profiere su opinión, mejor o peor fundada. Los límites son siempre los mismos, y los pone el lenguaje.

Sin palabras, pues, autoríceseme este editorial sobre los editoriales, esta confesión acerca del pequeño dolor y la pequeña vergüenza que implica hacer circular en público los garabatos y balbuceos propios, a sabiendas, muchas veces, que los ajenos probablemente valdrían más. La tarea, en suma, no es tener algo para decir, eso siempre se consigue. La tarea es encontrar la forma de decirlo, porque las palabras nunca son solo palabras y la forma es el sentido. No hay mayor legitimidad en el uso público de la palabra que la que surge de llevar esa exigencia hasta sus últimas consecuencias.

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