Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Son las ocho y cuarto. La hora azul en el verano boreal, esa hora en que el único color que tiñe el aire tras las ventanas abiertas es un azul pálido, opaco y recalentado, que los pájaros pinchan aquí o allá con cantos que uno quisiera suponer son de amor. Desde la calle, llega el sonido de las voces alegres agrupadas en las terrazas de los bares. Voces femeninas, sobre todo, tal vez porque las mujeres alegran más con sus voces, tal vez simplemente porque son las voces que me interesan.
Pronto dejaré de oírlas, ya que hoy, en esta hora azul, tan luego, voy a cerrar las ventanas. Quedarán cerradas durante seis semanas, puesto que esta noche emprendo viaje hacia mis cuarteles de invierno. A las once y veinte despega el avión con destino a Montevideo, y yo voy a estar a bordo de ese caño volador que atraviesa el océano en catorce horas. Un aparato contra natura, una lapicera suspendida a 10.000 metros de altura con gente adentro. Tengo mis pastillas para engañar a la ansiedad, y del vino se encarga la compañía aérea, de modo que las perspectivas de poner a la conciencia entre paréntesis son buenas.
Conozco de memoria ya las consignas de seguridad, pero por cábala me impongo prestar atención a la explicación, mientras el aeroplano carretea. “Por cábala”. Apenas escritas, estas dos palabras me colocan casi en una condición de futbolista. Concesiones a la irracionalidad, qué remedio: uno no acepta así de fácil que lo más que puede hacer es ajustarse el cinturón de seguridad y que un par de tipos en una cabina sean los dueños de su destino.
Hay amigos aviadores que me explicaron cómo funcionan estos engendros voladores, lo cual me ayudó a descartar un conjunto de señales que antes me resultaban inquietantes – un ruido metálico allí, un temblor plástico del compartimento para el equipaje de mano allá, etcétera. También me permitió relativizar, hasta cierto punto, la maldita “zona de turbulencias”. Una vez que llega bien arriba, me dijeron, el avión se puede mover, pero no se cae. ¿Y si llega a caer, cómo cae? La pregunta traía la esperanza de un piloto experto capaz de hacer planear el ómnibus volante y depositarlo con razonable suavidad sobre alguna superficie no del todo hostil. “Cae como un piano”, me fue dicho. Doble dosis de ansiolítico, pues, que con el vino tinto a discreción y una azafata prometedora a pesar de los uniformes que les hacen vestir, contribuyen a menguar el pánico.
¿Qué caramba les interesa, a los oyentes de En Perspectiva, enterarse de mis miedos aéreos? Nada, por cierto, o, siendo generosos, muy poco. El asunto es que los aviones y el sufrimiento que me procuran son una medida de otra cosa. Miden el peso de mi ancla en Montevideo. Si no, me evitaría gustoso el cruce o me desplazaría tocando tierra.
Pero no es sensato ir de París a Montevideo caminando, ni hay un ferrocarril que una a las dos capitales, de manera que no tengo otra solución más que apretar los dientes y dejarme llevar hacia el sur por encima de las nubes, comiendo “pasta o pollo”, que no es pasta decente ni pollo reconocible, con películas que no quiero ver ni en el cielo ni en la tierra, abrigado por mantas sintéticas y demasiado cortas, aprisionado en lo que no es sino un corredor suspendido en el aire.
Después de algunas semanas en el extremo sur, que es también el extremo occidente, el regreso volverá a movilizar sustancias químicas y algo de alcohol para bancar lo que las aves y solo ellas están en legítimas condiciones de hacer. En el medio, una vez más y quién sabe hasta cuándo, habrá quedado Montevideo, sus nubes y su río y sus vientos, el viejo olor a regreso, la puntada y el hilo de saberse un poco extranjero en todas partes, la alegría de carecer de identidad pero no de raíces, y la mochila llena de perplejidades, que me gritan al oído lo que ya no soy, lo que sigo siendo a pesar de todo, lo que mis viejas complicidades tejen todavía hoy: mi idioma, mis nostalgias artificiales, mi tango inacabado.
Salud, Uruguay, comarca intermitente: mi vieja y tozuda pertenencia, por lo que pueda valer, me acaricia por las noches. Por eso vuelvo, en cuentagotas, nunca del todo, a menudo desconfiado, siempre con temor de no reconocerme ya. Temor imbécil, ya que a la postre uno siempre se reconoce: todo depende del espejo.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 17.07.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.