El sábado pasado, en una ceremonia realizada en El Salvador, el papa Francisco declaró beato al Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 por un escuadrón de ultraderecha en la víspera de la guerra civil que se desataría en ese país. El integrante de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (Inddhh), Juan Raúl Ferreira, quien conoció a Romero durante su exilio en Washington, fue invitado a la ceremonia.
En diálogo con En Perspectiva, Ferreira recordó que él formaba parte de una comisión que abogaba por la beatificación de Romero hace 30 años “sin ninguna esperanza de éxito”, porque el Vaticano había puesto un “manto de olvido a su trayectoria”. El trámite, dijo, fue reactivado con la asunción de Francisco, lo que muestra el “aggiornamiento” de la Iglesia.
EN PERSPECTIVA
Lunes 25.05.2015, hora 10.32
EMILIANO COTELO (EC) —Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador asesinado hace 35 años por escuadrones de la muerte de ultraderecha, fue declarado este sábado oficialmente como beato por el papa Francisco.
En una carta del propio pontífice que se leyó en la capital de El Salvador, y en un acto donde había unas 300.000 personas presentes, Francisco calificó a Óscar Arnulfo Romero como “ejemplo de siervo de Dios y padre de los pobres”.
Allí, formando parte de la multitud, se encontraba en calidad de invitado Juan Raúl Ferreira, miembro de la Institución Nacional de Derechos Humanos, que ahora está en línea telefónica.
¿Cuál es el vínculo suyo con la figura de Óscar Arnulfo Romero? Se lo pregunto teniendo en cuenta que hace varios días, en la previa de estos actos de San Salvador, usted a través de Twitter y de Facebook venía anunciando la visita y sobre todo demostraba una proximidad, en el pasado, con la figura de Romero. Incluso recordaba encuentros con él. Cuéntenos a propósito de esa historia.
JUAN RAÚL FERREIRA (JRF) —Yo siempre he dicho, y me parece que es una manera elocuente de explicarlo, que las tres muertes que más han afectado mi vida, con todo lo que eso significa, fueron las de Zelmar (Michelini), la del “Toba” (Héctor Gutiérrez Ruiz), la de mi padre y la de monseñor Romero.
Yo llegué a Estados Unidos y empecé a trabajar en la organización WOLA (Washington Office on Latin America), que en aquel momento eran tres escritorios y un cuartito chiquito…
EC —Usted habla de la época del exilio, durante la dictadura.
JRF —Claro, inmediatamente después, cuando estábamos llegando, cuando me separaba de mis padres después de las primeras giras internacionales que hicimos tras nuestro escape de Buenos Aires, después de la muerte de Zelmar y el “Toba” (N. de R.: 20 de mayo de 1976). Papá estuvo en Estados Unidos, decidió irse a vivir a Londres y allí nos separamos; conservo, y a todos lados llevo igual que en la mesa de la luz de mi casa, al lado de la foto de Romero, la foto que él me mando de ambos juntos con una dedicatoria que dice: “No hay camino difícil con un buen compañero. Un abrazo de tu padre”. Ahí nos separamos, relativamente, yo me quedé a vivir en Estados Unidos y él en Londres.
Yo empiezo a trabajar en esta institución que me acogió con tanto cariño y que me advirtió desde el principio que no tenía problema de que dentro de la institución me hiciera cargo de Uruguay pero que tenía que elegir un par de países más, porque en ese momento era, a diferencia de lo que es hoy, una institución muy pequeña. En esos días llega a Washington, a instancias de la WOLA, monseñor Romero para recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Georgetown, que había sido tramitado por la WOLA un poco para darle el respaldo que, para decirlo con franqueza, todos estábamos sintiendo que no le daba la propia iglesia. Quien fue nuncio de El Salvador durante la muerte de Romero, monseñor (Francesco) De Nittis, que fue nuncio apostólico en Uruguay y se quedó luego a vivir en Uruguay hasta su muerte, contaba la desesperación con la cual él pedía un cardenalato, un reconocimiento, entrevistas, cosas que le dieran algún halo de protección a Romero, que no tuvo. Tuvo algún respaldo inicial de [el papa] Pablo VI, pero lo dejaron muy solo.
Yo lo conocí a Romero cuando viajó a Washington simplemente porque la oficina era muy pequeña, éramos tres trabajando allí. Una característica muy especial que él tenía (yo cuento mi experiencia pero creo que es la que vivieron decenas de miles de campesinos en El Salvador) es que cuando enfrentaba a una persona que tenía un problema y la miraba a los ojos, parecía que toda aquella enorme responsabilidad que caía sobre sus hombros -y a la que no renunciaba- quedaba a un costado y ese era el tema central. Él se enteró en la oficina de las vicisitudes que habíamos vivido en Argentina y me hizo una pregunta tremenda, perdón que esto sea tan autorreferencial, me dijo: “¿Tú has llorado? ¿Te sacaste de adentro… tú has llorado?”. Es muy impresionante, yo no había podido llorar la muerte del “Toba” y de Michelini, por varias cosas, se dio un bloqueo, también ver el estado en el que estaba mi padre, la necesidad de acompañar a las familias… Mis primeras lágrimas fueron sobre su modesta sotana negra, sobre sus hombros yo lloré la muerte del “Toba” y de Zelmar. Eso me marcó de una manera tan fuerte que cuando tuve que elegir los países sobre los cuales yo quería trabajar en WOLA El Salvador fue el primero que elegí. Ahí fue que entre 1976 y 1980 viajaba por lo menos cada dos meses a El Salvador y la visita a monseñor Romero era absolutamente necesaria.
Es muy difícil definir el recuerdo que yo guardo de su carisma, de su serenidad de espíritu, y de haber tenido, en una sola oportunidad, la posibilidad de acompañarlo en su camionetita (que allí está en un museo donde él vivía) a recorrer los cartones campesinos y ver cómo la gente confiaba en él, lo quería. Entre las cosas que se citaron en la ceremonia de beatificación, el papa dijo una cosa muy hermosa: quizás en la historia de la iglesia latinoamericana no haya habido un obispo tan querido por su gente. Cuando me enteré de la beatificación… yo era parte integrante de una comisión que viene abogando por esto hace 30 años pero sin ninguna esperanza de éxito, porque la verdad que se le había puesto un manto de olvido desde el Vaticano a lo que fue su trayectoria…
EC —Sí, el trámite se activa con la asunción de Francisco como nuevo papa, ¿no?
JRF —Claro, pero además de una manera muy particular, porque los procesos de primero venerable, luego beato, etcétera, son lentos, tienen procedimientos, ritos, hay que probar milagros… El papa lo primero que hace es declararlo mártir, con lo cual puede, a partir del momento que quiera, declararlo beato en incluso santo o súbito si es que se desea. Algunas de las cosas importantes de la carta del papa, que se habían mantenido muy reservadas y que era erizante escucharlas, es que él anuncia que ya está tomada la decisión de la canonización y explica que el período de beato a santo no es para esperar a ver si se verifica un milagro o si se equivocaron, sino porque: así recorremos junto con él el camino a la santificación.
Hubo otras menciones en la carta del papa muy importantes, como el inicio del proceso de beatificación del padre Rutilio Grande, el asesinato del padre Grande, el mejor amigo de Romero y su confesor, fue un punto de quiebre en su propio pensamiento y actitud. Él ahí cortó las relaciones con el gobierno y vio que no había otro camino que resistir y que su arma para hacerlo era la palabra. Yo alguna vez tuve la posibilidad de ver en El Salvador sus homilías dominicales: se hacían en una catedral llena, con más de 5.000 o 6.000 personas que quedaban en la plaza escuchando, se paraba el país entero para escucharlo por radio. Incluso en esa época él tenía una distancia importante con los líderes guerrilleros, con los que después tuvo un diálogo muy fluido, y hace poco veía un documental en el que uno de ellos decía que aún en ese momento ellos tenían que escuchar la homilía de monseñor Romero porque marcaba la agenda del país para la próxima semana.
EC —Este es un buen momento para ubicar a monseñor Óscar Arnulfo Romero, sobre todo pensando en los oyentes más jóvenes, en quienes no vivieron los hechos de 35 o 40 años atrás. […] A propósito del asesinato, revisando notas de prensa me encontraba con algunas que recuerdan cuál era el ambiente en los días previos a aquel 24 de marzo de 1980. Por ejemplo destacan que los principales diarios de El Salvador se incitaba a actuar para acallar a monseñor Romero, algunos columnistas lo calificaban como alguien “demagogo” y “violento” que “estimuló desde la catedral la adopción del terrorismo”; otros decían: “será conveniente que la fuerza armada empiece a aceitar sus fusiles” y le llamaban “sotana roja”. De la experiencia suya, de haberlo tratado personalmente, ¿qué puede agregar?
JRF —El día domingo 23 de marzo [de 1980], un día antes de su muerte, un diario publica la foto de la catedral y dice: “la sede central de la guerrilla y de la subversión”. Es decir, era un estilo de incitación a la violencia que a nosotros nos cuesta acostumbrarnos, el país estaba en las vísperas de lo que fue la guerra civil. Monseñor Romero en realidad murió en marzo, la razón por la cual se pospuso la beatificación es porque cuando el papa tomó consciencia de lo que fue la reacción de alegría popular en El Salvador decidió trasladar la ceremonia de El Vaticano a El Salvador para que se haga junto a su gente.
Después de la muerte del padre Rutilio Grande fallecieron más de 11 sacerdotes asesinados, desaparecidos, algunos que aparecieron torturados, y monseñor Romero se dio cuenta de que lo suyo era muy inminente. Él hablaba de su muerte como una cosa esperada y natural, la última vez que me despedí en El Salvador el saludo fue: “Nos veremos pronto, y si no, recuerda que siempre estaré contigo”. Él hablaba de la inminencia de su muerte como una cosa natural que aceptaba con una gran paz interior. Cuando se da cuenta de que es inminente -estas declaraciones que lees en la prensa hacen que su vida tenga días u horas contadas- hace una homilía tremenda el 23 de marzo, en la que le pide a los soldados salvadoreños que no obedezcan órdenes inmorales. Textualmente dice: “Antes que la orden de matar está la ley de Dios que dice en su quinto mandamiento: ‘No matarás’”, porque él se definía: “yo no soy de la teología de la liberación, soy de la teología de las bienaventuranzas”, y todos sus sermones tenían citas evangélicas, citas de palabras de Jesús, era un hombre que nunca perdió por su lucha política su profunda religiosidad católica. A mí me da toda la impresión de que él sabía que ese sermón del 23 de marzo era su sentencia de muerte. Él vivía en una casa muy modestita al lado de un hospital en un barrio pobre, donde tuve la suerte de estar estos días, y en frente a la capilla, en una casa tremendamente modesta: no tenía heladera, en un país del calor de El Salvador. Un día le regalaron una heladera y dijo: “¿Puedo hacer lo que quiera con ella?”, “Si”, fue a un barrio pobre y la regaló, en ese tono de austeridad en el que él vivía…
En la tardecita celebraba en la capilla que está en el hospital, frente a donde vivía, una misa. Él ve entrar a los asesinos, no era difícil darse cuenta en una misa muy pequeña donde había tres o cuatro monjitas de que los dos desconocidos venían a matarlo. Los mira a los ojos y les dice: “Yo no merezco ser mártir, pero si Dios así lo dispone, que mi sangre sea semilla de libertad y resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Allí, suena hasta cinematográfico, cuando él eleva el cáliz recién consagrado, que en la tradición católica es la sangre de Jesús, le pegan un tiro en medio del corazón y cae sobre el cáliz, se desangra y muere instantáneamente.
Cuando las palabras de la homilía del 23 de marzo llegaron a Washington a través de la prensa nosotros estábamos esperando recibir la noticia de un momento a otro. No sé explicarte lo que fue para mí la tristeza de aquel día, recuerdo que fui corriendo a la casa donde él se alojaba cuando iba a Washington… él me enseñó a llorar y lloré mucho su muerte.
EC —¿Y este sábado en San Salvador cómo fueron las sensaciones?
JRF —Este sábado en El Salvador tuve que esforzarme mucho para no hacer un papelón protocolar, porque me hicieron la enorme distinción de sentarme en la primera fila frente al altar. No es un prurito ni falsa modestia, es un privilegio incomprensible haber estado junto a los presidentes; es un acto de generosidad de la iglesia salvadoreña que nunca olvidaré. Yo no lo esperaba, además. Llegué dispuesto a sentarme en cualquier lado, y cuando me hacen sentar en la primera fila quedé abrumado.
Pero hay una cosa muy importante que además me la comentó alguien con quien hice mucha amistad estos días en El Salvador, el obispo de La Rioja, Marcelo Colombo. La noche antes de la ceremonia de beatificación del sábado hubo una marcha de campesinos, de comunidades religiosas de base y de gente de todas las parroquias del país que fue caminando… El Salvador es cinco veces más chico que Uruguay y tiene tres veces más población y cayó un diluvio impresionante. Mi ronquera se debe un poco a eso, porque yo ahí no estuve en el estrado ni en primera fila, estuve mezclado con la gente que tenía muchas ganas de vivir esa experiencia también. Eran decenas y decenas de miles de personas que llevaban ya dos o tres días caminando y que llegaron al pie del altar. Me decía el obispo de La Rioja que para él la verdadera beatificación fue ese acto, porque no cesaba de diluviar y la gente no se movía, llenaba cuadras y cuadras de gente. Esa fue una fiesta popular con la gente de Romero.
Al otro día fue el acto de la ceremonia oficial de la iglesia. Fue de una emotividad tremenda. Hubo un momento que yo confieso que creí que ahí sí no iba a resistir. Según la tradición de la iglesia se tiene que subir al altar una reliquia y lo que suben, entre varios sacerdotes en un cofre de vidrio, es la camisa que él lucía esa noche manchada de sangre. Eso es lo que quedó en el altar como su reliquia.
EC —Desde la audiencia una de nuestras oyentes, Adriana, pregunta por "el niño que asesinaron, que estaba ayudando en la misa en el momento de la ejecución", qué mención se hizo al respecto en este homenaje del sábado…
JRF —No, el fallecimiento del niño fue el día del entierro. El día de su muerte él estaba solo con estas monjitas y fue el único muerto. Se hizo sí referencia a cuatro niños, parte de un grupo de gente que murió y que no se sabe calcular cuánta fue, porque cuando en 1980, tras el funeral de Romero, el cortejo fúnebre sale de la catedral estallan en la plaza cuatro bombas y desde el Palacio Nacional, que es enfrente a la catedral y que en ese entonces era la sede de gobierno, podíamos ver los francotiradores disparando contra la multitud. No se sabe cuánta gente murió en el entierro de Romero, pero lo impresionante fue la sensación de que seguía vivo y de que efectivamente, como él dijo, ya había resucitado en el pueblo salvadoreño: la gente no disparó ni se generó caos, al que le tocó el tiro murió, pero los sacerdotes que llevaban al hombro su féretro siguieron la marcha como estaba planeada hasta la cripta y la gente siguió acompañando en una multitud como yo nunca había visto en mi vida.
Esa fue la última vez que yo estuve en El Salvador, el día de su entierro. Volver a El Salvador y verlo a Romero resucitado en su gente, ver a gente joven… La educación en El Salvador es mayoritariamente católica y en los colegios no han permitido que las nuevas generaciones se olviden o tengan una visión edulcorada de lo que fue la personalidad de monseñor Romero.
Hay una frase muy bonita que no es de él ni es una consigna oficial, pero que la gente sencilla, los vendedores ambulantes, la utilizan con mucha frecuencia: “con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”. Cada vez que escucho esa frase se me pone la piel de gallina, porque es la sensación que uno siente. Después de décadas, de 35 años de no estar en El Salvador, cuando escuchaba que la gente decía eso, cuando uno iba a tomar un café o algo a algún lugar y a alguien le preguntaban “¿Usted cómo está viviendo esto?” la gente espontáneamente contesta: “con monseñor…”. Es gracioso, monseñor es un título que genera cierta distancia, a tal punto que el papa ha decidido que a los futuros obispos no se les diga monseñor, en El Salvador “monseñor” quiere decir Romero, la gente habla de él como “monseñor”.
Te imaginarás la tremenda emoción que tengo. Además me estoy quedando en casa de amigos entrañables que vivimos todo esto juntos y a quienes no veía desde hace muchos años. Han sido demasiadas emociones vividas juntos. Lo otro tremendo es ver cómo cuando uno dice que la iglesia se está agiornando el papa, parece, levanta la apuesta y además de agiornarla tira más, como el anuncio del proceso de beatificación del padre Rutilio Grande.
En el caso de Romero la iglesia lo único que hizo fue reconocer un hecho preexistente. En El Salvador a Romero se le conoce o como “el profeta”, “monseñor” o “el santo de América”. Para los salvadoreños monseñor Romero es santo hace muchos años.