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#A07 El arquero que era un poeta invencible

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Juegos Olímpicos de París 1924
Por Homero Fernández

Miércoles 26.06.2024

Pocas veces en la historia del fútbol mundial se encuentran ejemplos de caballerosidad y deportivismo como la que vivió el público presente en el último partido del campeonato sudamericano disputado en 1924.

En el palco del Parque Central de Montevideo está el Presidente de Uruguay, el ingeniero José Serrato. La algarabía de la tribuna es comprensible.

El equipo celeste acaba de conseguir su quinto título sudamericano de futbol. No ha ganado el partido, pero el cero a cero le ha bastado para coronarse.

Es 2 de noviembre de 1924. Frente al palco los jugadores celestes festejan. De pronto hay un especial revuelo. Algunos vienen cargando sobre sus hombros a los ganadores. Pero, atención, hay uno que no tiene el uniforme del campeón. ¿Es un error? ¿Se han confundido?

Nada de eso, son Ángel Romano y Alfredo Zibechi, los uruguayos que portan en andas ¡al arquero argentino! ¿Está herido? Nada de eso.

Es un reconocimiento por su brillante desempeño en la portería argentina. Lo llevan ante el presidente para que reciba su saludo. “Jamás he visto atajar tanto a un arquero”, dicen que le dijo.

Una estampa que demostraba el espíritu deportivo de aquellos años que no necesitaban de ninguna campaña de fairplay como en nuestros días.

Esa tarde el bombardeo intenso de los uruguayos que acababan de salir campeones olímpicos cinco meses antes en París siempre lo encontró infranqueable.

Américo Tesorieri, el guardavallas de Boca Juniors, no solo había impedido cualquier gol celeste sino que había terminado invicto durante todo el torneo.

Una hazaña que ya había alcanzado en 1921, cuando saliera campeón Argentina y a él lo eligieran el mejor jugador.

“Mis satisfacciones a nivel internacional se limitan al reciente match contra nuestros hermanos los uruguayos que ha sido el más fuerte, el más reñido y peligroso de cuantos he celebrado”, confesó el argentino a la revista El Gráfico de la época.

Flaco y tímido, Américo que primero fue delantero y quiso ser marinero, terminó frente a los tres palos porque en algún momento faltó el jugador titular. En los primeros tiempos tuvo en su apellido un obstáculo para hacerse conocer.

Le llamaban “tesorero” y a él, orgulloso y metódico, eso le inquietaba al punto que terminó cambiando el original italiano Tesoriere por Tesorieri. La “i” lo dejó más tranquilo.

En sus primeros partidos en la liga argentina sufría también ataques de pánico y llegaba a desear que el rival no se presentara. Un día, contra Estudiantes de la Plata rezó tanto por eso que creyó que era un milagro cuando le informaron que no había partido debido a la ausencia del otro equipo.

Pero poco a poco se fue afianzando en su papel de último obstáculo para el gol y obteniendo el reconocimiento que buscaba. Nada de causalidad o suerte, todo de trabajo y dedicación.

“Yo no he aprendido de nadie. Cuanto realizo en el arco es experiencia, cálculo, horas perdidas en trazar croquis de jugadas frente a la valla”, contaba Tesorieri en 1924. Un siglo después sus colegas tienen toda la tecnología y análisis a su disposición sin mover un dedo.

“La forma en que llevan la pelota los forwards, la colocación de mis backs, por ejemplo, me brindan anticipadamente la trayectoria que seguirá la pelota a fin de que mis manos estén siempre listas para alcanzarla”.

“No basta ver jugar. Hay que estar en los nervios y en el corazón de los jugadores, y prever las amenazas de catástrofe para el arco”.

Por todo eso el homenaje de sus rivales, que dejaron de festejar su propia victoria para pasearlo en andas cerraba un ciclo personal que le daba una gran paz interior, en los tiempos que tampoco se hablaba de la salud mental del deportista.

“El domingo cesó la lucha conmigo mismo. Por fin he ganado la batalla que sostuve ocho años para conseguir la perfección en el puesto que desempeño”, confesó en el reportaje de El Gráfico.

“Siempre fui un crítico celoso de mi actuación como guardavalla. Mi escrupulosidad no me permitía perdonarme la más sencilla falta cometida en el arco. Mis exigencias constituían mi pesadilla después del match. Esto o aquello causaba mi tribulación, al punto de que por varios días no lograba sobreponerme al desencanto que reinaba en mi espíritu”.

Las manos desnudas que usaba Américo para detener los balones, que en aquellos tiempos eran pesados y duros como balas de cañón, también las entrenaba para hilar palabras en forma de poemas que escribió siendo jugador y después de su retiro y en sus últimos días diría:

“Yo quisiera/ mi Dios querido/ para estar de guardia/ en los tres palos/ del club
que tú conoces/ Oír de nuevo el ronco bramar/ los centelleantes aplausos/ de la
hincha enardecida/ ahogar el grito de gol/ en las gargantas/ y después sereno
esperar/ del juez la pitada final”.

En su memoria, su hijo Eduardo publicaría en 2016 un libro que lo retrata: “Américo, el poeta del arco”.

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