Por Rafael Porzecanski ///
Hace algunos años, un amigo que paseaba por Indiana, en EEUU, quedó impresionado al conocer a dos barrios vecinos apenas separados por un pequeño puente. Al llegar al primer barrio, se topó con una clásica imagen norteamericana de suburbio de población blanca: casas confortables, veredas limpias, niños jugando en el prolijo césped del frente y coquetos negocios en la avenida principal. Cuando cruzó el puente y llegó al segundo barrio, la fotografía cambió radicalmente: mi amigo se había topado con un típico barrio pobre afroamericano, lleno de casas en mal estado (varias incluso con ventanas tapiadas), veredas llenas de basura, pandillas adolescentes en las esquinas, y un ambiente desolador.
Recordé este cuento días atrás al observar en televisión un informe del periodístico Santo y Seña sobre la inseguridad en una zona de Malvín Norte. El informe primero retrataba la zona donde habitan mayormente familias de clase media montevideana. De allí, emergían imágenes y testimonios de familias poseedoras de viviendas dignas, integradas formalmente al mercado de trabajo y con nivel educativo medio o alto.
Posteriormente, el periodista cruzaba un par de calles y se internaba en un asentamiento de la zona. Como le sucedió a mi amigo, una vez más la diferencia entre dos zonas separadas por unos pocos metros era abismal. Sencillamente, el periodista había ingresado en otro mundo. En este segundo mundo, quedaba retratada una población con viviendas en mal estado, graves problemas para acceder a servicios públicos de calidad y también se hacía evidente que en el asentamiento existía un confinamiento de las familias prototípicas de los sectores más excluidos de la sociedad uruguaya, no solo en su situación económica sino en otros planos críticos como el educativo y cultural.
En otras palabras, el informe nos dejaba a la vista uno de los tantísimos guetos urbanos de la capital; esos donde se encuentran las peores escuelas y liceos públicos de la ciudad, donde la policía ingresa con prepotencia en operativos mediáticos pero no garantiza la seguridad cotidiana de sus residentes, donde existe una camada de prósperos narcotraficantes cómodamente instalados y donde el resto de los ciudadanos raramente se atreve a ingresar.
El fenómeno de condenar a los sectores más pobres a vivir separadamente del resto de los ciudadanos se conoce en sociología como “segregación residencial”. En Montevideo, el informe de Santo y Seña es una pequeña muestra de un fenómeno muy extendido en nuestra deteriorada capital. En efecto, el capítulo sobre segregación residencial del reciente documento Principales Resultados de la Encuesta Continua de Hogares de 2014 del Instituto Nacional de Estadística concluye que en la ciudad de Montevideo la mejora de diferentes indicadores de calidad de vida no fue acompañada de una democratización en la integración socioespacial de sus ciudadanos.
Más aún, en comparación a diez años atrás, hay una mayor segregación de los hogares según su nivel educativo. De los varios datos que el documento arroja, uno me parece particularmente ilustrativo de la gravedad del asunto: mientras en los municipios A y F de Montevideo (que nuclean barrios como Cerro, Maracaná, Nuevo París, Pajas Blancas, Manga y Punta de Rieles), más del 80 % de los habitantes no tiene educación terciaria, en el municipio CH (Pocitos, Parque Batlle, Parque Rodó, entre otros barrios costeros) esto se reduce a aproximadamente una tercera parte los integrantes.
Como es esperable, con el prolongado “aislamiento social de los pobres urbanos” (recordando una frase emblemática de un especialista en el tema como Rubén Kaztman) tarde o temprano emergen subculturas que conspiran contra el desarrollo social de sus portadores y que se reflejan en fenómenos perniciosos como altas tasas de criminalidad, embarazo adolescente y consumo problemático de drogas. El error que habitualmente cometemos es pensar que esas subculturas son la raíz del problema en lugar de la lógica consecuencia de condenar durante décadas a vastos sectores de la pobreza urbana a vivir segregadamente. Aunque sea una reacción humana comprensible, quedarnos con la punta del iceberg nos otorga una mirada sesgada que termina clamando por mano dura y nos enreja a todos la vida.
En una economía de mercado, es natural esperar que la condición social afecte el barrio de residencia. El problema es el grado en que el Estado tolera, acepta o incluso fomenta que la segregación residencial alcance guarismos cada vez más elevados. En nuestro país, independientemente de los colores políticos al mando del Gobierno, se le ha dado mayormente la espalda al problema. Recién en tiempos recientes aparecen algunas señales –el Plan 7 Zonas del Mides, por ejemplo– donde se observa la intención de mejorar las condiciones de las zonas más problemáticas de la ciudad.
Sin embargo, será necesaria una batería de medidas mucho más potente para atacar el problema, y apuntar a un doble trabajo que mejore de forma significativa las condiciones de vida de los barrios con más segregación (lo que a su vez constituiría un aliciente para la llegada de otros sectores sociales) y que al mismo tiempo facilite la llegada de sectores pobres a barrios con mayor calidad de vida y heterogeneidad social.
En el Uruguay fragmentado y peligroso del presente, desmontar los guetos urbanos ya no es solo un deber ético, es también un requisito básico de supervivencia.
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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles, consultor independiente en investigación social y de mercado, jugador profesional de póker y colaborador de EnPerspectiva.net.