Por Marcelo Estefanell ///
A cuatro siglos de la publicación de la segunda parte de don Quijote y a 399 años de muerte de su autor, algunos todavía se empecinan en querer saber en qué pueblo manchego vivieron el Caballero de la Triste Figura y su escudero Sancho Panza. Infinidad de investigadores lo han intentado con empeño y solo han logrado, esporádicamente, algún titular en los medios de comunicación y, últimamente, en las redes sociales.
Desde un punto de vista literario, el dato concreto poco importa. Más tratándose de una obra de ficción y no de un biografía. Solo encuentro atendible esa búsqueda en el plano de los intereses turísticos, aunque estos agentes han exagerado el asunto a tal grado que han llevado al Quijote a sitios donde jamás estuvo.
Lo curioso es cómo todos ocultan —o ignoran— el texto de la obra cervantina cuando, al final de primera parte, el autor nos advierte:
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Salvando las distancias y las situaciones, algo similar sucede con respecto a los restos mortales de don Miguel de Cervantes. Las ciudades son como los organismos vivos, mutan, cambian, mueren y renacen, la sepultura del más grande escritor del idioma castellano, se ha vuelto esquiva. Paradojas de la vida —y de la literatura que, a veces, son lo mismo—, así como no sabemos de qué pueblo concreto procedía don Quijote, es probable que jamás sepamos cuáles son los restos óseos de Cervantes. Y así como don Miguel se esconde en su novela detrás de distintos cronistas, de un autor moro, de un traductor y de un recopilador astuto y meticuloso, sus huesos se han entreverado entre los restos de su esposa y de 15 finados más.
Los hechos concretos, desnudos de toda intención y ropaje ideológico, nos dicen que Miguel de Cervantes Saavedra murió el 22 de abril de 1616, en su casa de la calle del León, esquina Francos, en Madrid, y al otro día fue enterrado en la iglesia de San Ildefonso del Convento de las Trinitarias Descalzas, calle de las Cantarranas, cerca de su morada.
Diez años más tarde, Catalina Salazar, esposa de Cervantes, sería enterrada en el mismo lugar pero, al cabo de poco tiempo, el convento sufrió varias reformas y, entre ellas, la cripta de la iglesia tuvo cambios importantes. En consecuencia, a cuatro siglos de los hechos, continúa negándose la presencia ósea de don Miguel.
El historiador Francisco Marín, junto al forense Francisco Etxebarria y la arqueóloga Almudena García-Rubio, tras mucha dedicación, estudios y prospecciones, han llegado a determinar con certeza en qué lugar exacto de la iglesia de las hermanas Trinitarias se encuentran los restos de Cervantes. Sin embargo, como forman parte un osario común con otras personas y los huesos no están en un estado óptimo para ser analizados, resulta imposible saber cuáles pertenecen a don Miguel. Incluso, una prueba de ADN parece hoy una utopía por la sencilla razón de que no hay con quién comparar los restos. La hermana de Cervantes, Luisa, quien había tomado los hábitos religiosos y se encuentra enterrada en el convento de Alcalá de Henares, también niega sus restos al hallarse en un osario que no está individualizado.
Así pues, habrá que esperar otras tecnologías, otros estudios a futuro como para tener más certezas. Mientras tanto, de no existir todavía un lugar concreto donde dejar una flor en honor al fundador de la novela moderna, siempre están sus obras para disfrutar y para difundir. Mejor homenaje que ese no conozco.
Viene de…
El Quijote en diez clicks, por Marcelo Estefanell