Por Eduardo Rivero ///
El arbolito sigue titilando, como entonces. El espíritu de esa noche sigue respirando. Las botellas se destapan y los manjares se siguen sirviendo, como entonces. Y yo sigo amando la Navidad, porque es el día en el que vuelven quienes se han ido, y aún a pesar de la melancolía que precisamente eso provoca: regresan pero para volver a irse apenas pasa la "noche de paz".
Las Navidades de mi niñez, eran fiestas compartidas con un familión, que el tiempo ha sabido diezmar como corresponde, con esa crueldad insalvable que caracteriza al paso de los años. Hoy, mi mujer, nuestra hija, su pareja y yo compartimos el mismo espíritu navideño, con el sosiego de la edad, los juegos infantiles en un borroso recuerdo y, a diferencia de antaño, la clarísima conciencia de que el tiempo por delante es menor al ya recorrido, una sensación incómoda por un lado, pero que enseña en forma maravillosa a celebrar cada día al despertar, porque seguir vivo y en razonables condiciones es un auténtico privilegio.
Si una diferencia encuentro con mis viejas Navidades, es que pese a la nacionalidad italiana de mi esposa, ya no son Navidades étnicas.
De niño, la Nochebuena la celebrábamos en casa de mí tio Antonio –italiano de nacimiento– en la calle Arocena de Carrasco, al lado del liceo 15. También estaban allí mi madre Rosa –italiana de nacimiento–, mi abuela María –italiana de nacimiento– y mi abuelo Raffaele –italiano de nacimiento–.
A pesar de una tía y un padre uruguayos, eran igualmente Navidades étnicas: aquel fondo de Carrasco, donde reinaba un enorme y fragante eucaliptus al lado mismo de la parrilla, se conectaba mágicamente con cierto lugar pequeño y adorable que queda al otro lado de un inmenso e inabarcable océano. Aquel pueblo Vietri di Potenza, de pocos más de 3.000 habitantes en el cual todos ellos habían nacido, se mimetizaba con Carrasco.
La gastronomía de esa noche era típicamente vietresa, las conversaciones entre mi madre, mis abuelos y mi tío se daba de ratos –sobre todo cuando discutían– en el clásico dialecto napolitano que, con pequeñas variantes zonales, reina en todo el sur de Italia y, al final de la cena, cuando mi abuelo, que había nacido el 25 de diciembre de 1899, empezaba a cumplir años, las tradicionales canciones napolitanas ganaban el aire, entonadas por familiares que tenían tanto oído como amor por esas canciones deliciosas. Aprendí a quererlas al punto que hace muy poco, siendo casi un sesentón, grabé en un disco de ellas (contando con el honor inmenso de que el mismísimo Consulado de Italia en Uruguay me lo apoyara económica y culturalmente).
En aquellas Nochebuenas aprendí que la música napolitana no es apenas material apto para que algún gordo bigotón cante O sole mío a los gritos en una cantina. Nada que ver: se trata de hermosísimas baladas con melodías incomparables y letras que hablan del amor, la amistad y la nostalgia por el terruño que quedó atrás, como, precisamente, le pasó a mi familia desde el lejanísimo 1930. Aprendí también a respetar mi origen, amar mi cultura, llevar en el corazón a mi madre patria e intentar desentrañar los vericuetos de su polifacética y deslumbrante tradición cultural. Aprendí en aquellas Nochebuenas, que se puede ser entrañablemente uruguayo –como sin la menor duda soy– y a la vez orgullosamente italiano.
Nis Navidades étnicas, que se mezclaban con el inminente cumpleaños del Nonno Raffaele, no hubieran sido posibles sin aquella gastronomía, donde, además de la pasta de rigor –esa noche pasta casera con mariscos– que mi abuelo exigía sin la menor posibilidad de discusión y que, por cierto, a todos nos encantaba, se servían determinadas especialidades que el uruguayo común y corriente no conoce. Antes de entrar en detalle diré que la exigencia de mi abuelo de saborear, al menos en una de las dos comidas del día, un buen plato de pasta, no era simplemente un capricho suyo. Cuando décadas después viajé numerosas veces a Italia, comprobé que la pasta diaria es una suerte de religión nacional.
Como decía, a la pasta se sumaban otros pedacitos espirituales y gastronómicos de Vietri di Potenza. La comida se iniciaba con un suculento antipasto que reinaba en una fuente gigantesca, donde abundaban los espárragos, las alcaparras, el jamón crudo y las absolutamente imprescindibles aceitunas negras.
A los postres, Vietri di Potenza, por la vía de la habilidad culinaria de mi madre, sumaba delicias dulces como el Ciccirotti –nombre vietrés del Struffoli, roscas dulces armadas con pequeñas esferas doradas de masa frita endurecidas por una suerte de baño de caramelo–, un postre absolutamente maravilloso.
También llegaban ciertos pasteles salados cuyo relleno llevaba una pasta que era una extraña y exquisita mezcla de chocolate y garbanzos, y finalmente una crema llamada Sanguinaccio, que se elabora en base a chocolate y sangre de cerdo. Todas estas, especialidades que mi madre hizo conocer a muchos uruguayos cien por ciento criollos que se cayeron de espaldas al degustarlas. Y aún a pesar de que el Sanguinaccio amenzaba darles asco al enterarse de lo de la sangre de cerdo como ingrediente básico (las morcillas también lo tienen).
Finalmente, para describir aquellas Navidades étnicas no puedo dejar de mencionar la ceremonia del reparto de monedas que organizaba mi abuelo, el ser más íntegro y transparente que he conocido. Sus cuatro nietos –Alicia, Aldo, Alvaro y Eduardo que, año más, año menos, andábamos por los seis o siete de edad– nos sentábamos a la mesa junto al Nonno, quien depositaba sobre el mantel una enorme lata de Café Chaná cuya tapa había perforado para que pasaran monedas, además de haberla hecho soldar al resto del recipiente. Durante todo el año, guardaba el vuelto de sus numerosos viajes en tranvía y luego en ómnibus, que lo llevaban y lo traían de su trabajo de electricista e inspector de obra de UTE, y en Nochebuena –la noche en que nacía su cumpleaños– abría la lata y repartía el contenido entre sus cuatro nietos. Era una fiesta, ya que representaba bastante dinero y, por lo tanto, significaba que nos compraríamos un montón de apetecidos juguetes. Se calzaba los lentes e iba armando los cuatro montoncitos de monedas con una concentración absoluta.
Cuando alguno de sus nietos quería manotear alguna moneda por anticipado, ponía un gesto de contrariedad que coronaba con una típica frase:
-¡Stai fermo!
Y, por supuesto, tal como pedía la frase, nos quedábamos quietos.
A pesar de la melancolía y las ausencias, a pesar de la amenaza implacable del tiempo, sigo adorando la Navidad.
Es la noche, reitero, en que vuelven los que se han ido, llevándose su amor sin fisuras, su perdón eterno de todos mis defectos, su dialecto, sus sabores del sur peninsular, sus canciones.
Bienvenidos, todos, a nuestra mesa de cuatro. Una gran mesa donde sobra lugar pero no quedará ninguna silla vacía.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Con esta columna se despide de los lectores hasta marzo de 2018.