Por Emiliano Cotelo ///
Crece la apatía respecto a la democracia. El Latinobarómetro, esa encuesta continental que en nuestro país coordina Equipos Consultores, registra que los uruguayos valoramos el sistema democrático menos que antes, cuando nuestro aprecio al sistema era el más alto de la región. Ese dato es inquietante, especialmente si pensamos en el futuro.
Desde lo académico, los politólogos, sociólogos y economistas ensayan explicaciones para ese desafecto. Para mí, desde una óptica periodística, definida por los hechos en los que trabajo desde hace décadas, ese sentimiento tiene que ver con el desacople entre las demandas urgentes de mucha gente, las respuestas ineficaces del Estado y las señales distorsionadas que emiten los partidos políticos.
Una de esas señales desajustadas, ciertamente la fundamental, sería un proceso electoral ineficiente, que no trascendiera los eslóganes y no se acercara con seriedad y sencillez a los problemas, que son muchos y complicados.
Yo veo que la campaña, ese lapso en que las dirigencias partidarias se presentan ante la ciudadanía con sus desacuerdos y propuestas, con sus personalidades públicas y sus fragilidades, está comenzando con distorsiones que tenemos que corregir.
Veamos la manifestación más extrema de ese problema: el enchastre. Ningún candidato es un crápula criminal mientras no se demuestre lo contrario y, por tanto, el recurso de la descalificación (por rumor, insinuación o difamación) merece tarjeta roja. Y si hay prueba o indicio claro, tienen que presentarse ante la Justicia y el público. Lo demás es cháchara deshonesta, son jugadas indecentes que no deben soportarse.
La campaña electoral es una gestión colectiva de los uruguayos adultos. Los políticos, periodistas, asesores, militantes y hasta personas sin arte ni parte activa en la política, todos, estamos involucrados y somos responsables de la calidad de la campaña. Creo que no asumimos cabalmente cuánto juega esa responsabilidad individual: nuestro granito de arena, mejor o peor, integra luego el material colectivo, el cemento más o menos frágil que sostiene nuestra edificación social. Nuestra casa común es tan sólida como la hagamos cada uno de nosotros. Y la campaña electoral no puede ser ineficiente como espacio colectivo; en esa plaza pública los vecinos tenemos que pasarla más o menos bien.
La eficacia democrática es un criterio de evaluación adicional de la puja política. Las campañas para las elecciones internas y las elecciones nacionales deben tener buena calidad: no se trata de quién dijo qué cosa y cuál otro le respondió. Tenemos que plantarnos severamente al juzgar cómo se expresan los encuentros y desencuentros y qué le va quedando a los ciudadanos.
Por eso, por ejemplo, los líderes políticos deben explicar que los acuerdos no son siempre una traición deleznable, sino que, al revés, son parte esencial de la política (y de la vida) para que perdure y progrese ese colectivo que somos la nación. La calidad se genera y mejora si se asume que los diversos puntos de vista y propuestas partidarias tienen su razón de ser y, casi siempre, una cuota, aunque sea mínima, de racionalidad utilizable.
No se trata solamente de conceder por cortesía, que también es importantísima, sino de comprender que el funcionamiento colectivo puede extraer utilidades de las controversias si estas no son a las patadas. Así, por citar un caso, ante los problemas en Seguridad Pública, no se trata de preferir “halcones” o “palomas”: la eficacia de la discusión preelectoral se manifiesta en la factibilidad de encontrar soluciones, probablemente parciales y progresivas, que nos aseguren algo más de paz cuando caminamos por la calle. Y eso solamente deriva de pactos y coordinaciones que harán o no “los políticos”. Los radicales de una y otra parte son disfuncionales para la vida cotidiana.
Aquí, en En Perspectiva queremos atender a la eficacia (es decir, a “la ganancia” que nos queda a todos) de la acción de los políticos y sus partidos. Queremos exigir más de lo que se hace y se dice durante las campañas. Insisto: los actores de la vida pública somos todos; ustedes y yo conformamos, según nuestros hechos y dichos, la convivencia democrática.
Por esto mismo, ya en el arranque de esta primera campaña del ciclo, hay que advertir que proclamar grandes principios y apelar a la emoción no alcanza y es dañino. Los valores se defienden con el ejemplo: sin aportar propuestas comprensibles, el intercambio es una mera estafa que enferma al cuerpo social. Que primen, entonces, la veracidad, el rigor técnico y la sensibilidad… ¡y el respeto!
Sí, respeto. Sin respeto en la cancha, se ensucia el partido. Aún si toleramos el juego fuerte, debemos condenar los golpes que pueden producir lesiones serias.
Una cosa son los desgarros, que pueden ocurrir, y otra muy diferente son las patadas malintencionadas, que terminan con fracturas expuestas ante una tribuna que, más allá del morbo pasajero, aparta la vista y se distancia… y se va, prometiéndose que no vuelve más al estadio.
Lo peor que puede pasar es que en la campaña electoral se fomente esa ajenidad, porque no estamos jugando al fútbol; este campeonato se llama república democrática y “juegan tres millones”.
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Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, viernes 15.03.2019