Editorial

El discreto encanto de la monarquía

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Por Rafael Mandressi ///

Ayer fue batido un nuevo récord: a los 89 años, Isabel II, monarca del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de otros quince estados soberanos, cumplió 23.227 días en el trono. Con ello, destronó –valga la redundancia– a su tatarabuela Victoria, que en siglo XIX llegó a reinar durante 63 años, siete meses y casi dos días, lo que hasta ayer era el período más largo de la historia de la corona británica. Isabel Alejandra María Windsor no ostenta todavía, sin embargo, el récord mundial, que está en manos del joven rey de Tailandia, Rama IX según su nombre dinástico, que a los 87 años ya lleva 69 de reinado.

El rey de Tailandia es mucho más rico, además, que Isabel II, aunque por cierto su Graciosa Majestad no pasa necesidades. Además de una fortuna respetable, la reina es propietaria de otras cosas, soberanamente inútiles pero vistosas. Todos los cisnes de Gran Bretaña le pertenecen, por ejemplo, lo cual conduce a las autoridades a mantener la política de Estado de censar regularmente a estas aves. La reina posee también ciertas especies de peces y de mamíferos que retozan en las aguas del Reino Unido; cuando un pescador atrapa a uno de estos animales y quiere conservarlo para sí, debe pues solicitar el permiso real, que Isabel II casi siempre otorga.

La reina goza, además, de un privilegio envidiable para quienes no gustan de las conversaciones con gentes importunas: no se le puede dirigir la palabra a menos que ella lo haga primero. Excepto quizá en el vestir, es una persona discreta, a la que no le gustan los escándalos. En esto, empero, la prensa en papel glacé no ayuda. La familia tampoco, como en 2005, cuando a su nieto el príncipe Harry no se le ocurrió mejor idea que ir a un baile de disfraces vestido con el uniforme nazi. Harry, de 20 años entonces, pidió disculpas por su desafortunado error, que trajo a la memoria de personas malintencionadas las simpatías pasadas de algunos miembros de la dinastía por el Tercer Reich.

Pero no sólo los jóvenes Windsor cometen errores. El marido y primo tercero de Isabel II, Philip Mountbatten, duque de Edimburgo y nonagenario ingenioso, nunca se ha mostrado avaro de bromas racistas, le ha tomado el pelo con agudeza a discapacitados varios, y se ha mofado con elegancia de los desocupados británicos, felices de tener a quien los haga reír en tiempos difíciles. Una de las mejores ocurrencias del príncipe consorte data de 1963, en ocasión de una visita al Paraguay de Stroessner: “es un cambio agradable estar en un país que no es gobernado por su pueblo”, dijo entonces Philip. Un duque, sin duda.

La reina Isabel, que vio pasar a doce primeros ministros y que ha sabido atravesar impávida grandes y pequeñas tormentas en sus más de seis décadas de reinado, cuenta con la simpatía y la adhesión de sus súbditos. Hay republicanos en el Reino Unido, por supuesto, que se preguntan hasta cuándo va a durar la monarquía parasitaria que encabeza Isabel. Pero son una minoría, y no parece haber ambiente para deshacerse de este mueble antiguo y caro de mantener. Era de la abuela, tiene olor a viejos tiempos, sirve para poner retratos encima y para olvidar, de tanto en tanto, que el mundo cambió.

Y si no que lo digan los daneses, los suecos, los belgas, los holandeses, los noruegos, los españoles, los luxemburgueses, y hasta los japoneses con su emperador. El club de Isabel tiene muchos miembros, todos ellos muy selectos, naturalmente, porque para integrarlo hay que cumplir con una condición indispensable que se obtiene de por vida: nacer en la familia adecuada.

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Foto: La reina Isabell II durante un discurso en la estación Tweedbank, en Scottish Borders, Escocia, el día en que se convirtió en la monarca que más tiempo ha permanecido en el trono del Reino Unido, el 9 de setiembre de 2015. Crédito: Leon Neal/AFP Photo.

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