Por Ricardo Soca ///
El gobierno de España, mediante el Instituto Cervantes, ha avanzado un nuevo paso para asegurarse el control de la normativa de nuestra lengua, al crear el Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española (Siele), que se presenta como “un único examen de español como lengua extranjera para todo el planeta”.
El programa atiende a un mercado que no para de crecer: el de los hablantes de español como lengua extranjera, que demandan cursos del idioma, libros y, una mina oro, el reconocimiento oficial de su competencia lingüística mediante un diploma avalado por una autoridad, un papel que el Cervantes pretende arrogarse con exclusividad.
Pero ¿cómo legitimar su poder sobre la lengua en todo el mundo hispanohablante? Bueno, como el Cervantes no podría hacerlo solo, incluyó en el suculento negocio a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), además de la Universidad de Salamanca, que con sus 800 años de vida le da al proyecto el lustre de la tradición, que es tan caro a la filología oficial de la península.
El acuerdo para la puesta en marcha de este certificado internacional fue firmado en México en una ceremonia presidida nada menos que por los reyes de España, una señal para todos nosotros acerca de quién es el que manda en la normativa de nuestra lengua.
Como parte de esta estrategia, se invisibiliza el Certificado de Español Lengua y Uso (CELU), que es expedido por el gobierno argentino con el respaldo de más de veinte universidades de ese país. Para España y para toda América, excepto quizá el Cono Sur, el CELU no existe; lo ignoran los españoles y lo ignoramos los americanos. Como decimos en América, la culpa no es del chancho sino del que le rasca el lomo.
El siglo XIX, marcado por la pérdida de las colonias, fue uno de los más negros de la historia de España, que se empobreció considerablemente y se sumergió en una serie de crisis políticas que llevaron, en 1898, a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. País pobre ante sus vecinos enriquecidos, el reino peninsular se propuso entonces lograr “lo que por las armas y la diplomacia ya no era posible”, como admitió textualmente el académico Alonso Zamora Vicente: crear –dijo– un sistema de academias dirigido desde Madrid, de modo de imponer la noción de que existe una cultura hispanoamericana, que no sería otra cosa que la cultura española trasplantada a América.
En las últimas décadas, la antigua potencia colonial ha dedicado ingentes recursos políticos, diplomáticos y económicos para potenciar lo que llamó “Marca España”, a fin de prestigiar las mercaderías que el reino de Felipe VI ofrece al mundo. Hay que reconocer que se trata del legítimo derecho de todo país de expandir su comercio internacional.
La pretensión de dominio en el terreno lingüístico, se basa en la creencia errónea, difundida a ambos lados del Atlántico, de que las autoridades lingüísticas de Madrid tienen el poder de dictaminar lo que es “correcto” y lo que es “incorrecto” en materia de lengua. Se trata de naturalizar (en el sentido de ‘hacer que parezca más natural’) la idea de que las instituciones españolas, o las americanas que cuenten con su apoyo, tienen el derecho de monopolizar la emisión de certificados de proficiencia del español como lengua extranjera.
Es el viejo colonialismo que vuelve por sus fueros, ahora ya no con sus soldados, sus frailes y sus burócratas, sino con sus trasnacionales, con sus gigantes empresariales que enarbolan como estandartes al Instituto Cervantes y la Real Academia Española. Son los mascarones de proa de la ofensiva española en la conquista de los lucrativos mercados de las ex colonias.