Editorial

Los demonios del Brexit

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Por Rafael Mandressi ///

La primera ministra británica Theresa May abatió sus cartas. Brexit es Brexit, había dicho desde el comienzo, y ahora se sabe al fin lo que la frase significa: una salida dura, inevitablemente dura, ya que el menú del divorcio tendrá como plato fuerte un principio innegociable para el gobierno de la señora May, que también lo es, pero en sentido inverso, para el resto de los Estados de la Unión Europea. La definición tardó, pero finalmente llegó, la semana pasada, durante el congreso anual del Partido conservador: con la separación, se pondrá fin a la libre circulación de las personas entre el Reino Unido y los países del bloque.

El asunto fue, en su momento, uno de los motores de la campaña a favor del Brexit, y por lo tanto se entiende que los encargados de tramitarlo decidan atenerse a lo que interpretan como la voluntad de los votantes. Las cosas no son tan diáfanas, sin embargo; el anuncio recién llega después de varios meses, cuando el gobierno británico concluyó que no habría una negociación más o menos furtiva con los demás europeos antes de activar formalmente el proceso de salida.

De ahí que también se haya puesto fecha para empezar oficialmente a destejer los vínculos entre la isla y el continente, a comienzos de 2017. Allí sí habrá negociaciones, que habrán de durar hasta dos años, y seguramente se asemejen a una carrera en un laberinto, con codazos, zancadillas y alguna trompada que otra. Si el Reino Unido quiere limitar el ingreso de ciudadanos europeos en su territorio y reducir los derechos de los que ya están instalados allí, tendrá que decir adiós al mercado único: Brexit es Brexit, repiten en Bruselas, Berlín, París, Roma o Madrid. O todo circula libremente, o nada lo hace.

La muchachada de la City de Londres es hipersensible, como se sabe, y la perspectiva que abrieron las definiciones del gobierno provocó la mayor caída de la libra frente al euro en tres años. Este no es mi Partido Conservador, habrán pensado los siempre febriles operadores de la finanza al escuchar los discursos de la señora May y de algunos de sus ministros la semana pasada en el congreso de Birmingham. La ministra del Interior, Amber Rudd, poniéndose al hombro las restricciones migratorias que vendrán, adelantó desde ya que se obligará a las empresas a publicar la cantidad de trabajadores extranjeros que emplean, que se destinarán £ 140 millones a un “fondo de control de la migración”, y que las visas para los estudiantes extranjeros se otorgarán con más parsimonia y en función de la “calidad” de las universidades en las que pretendan inscribirse, ya que con las reglas vigentes, según ella, demasiados estudiantes venidos de fuera encuentran trabajo al término de sus estudios.

El señor Liam Fox, ministro de Comercio internacional, dejó en claro, por su parte, que los dos millones de ciudadanos europeos que residen en el Reino Unido no tienen necesariamente garantizados sus derechos, y el ministro de Salud, Jeremy Hunt, se dispone a reducir el número de trabajadores extranjeros en el Sistema Nacional de Salud.

No, decididamente no parece ser el mismo Partido Conservador de los últimos lustros. La señora May, además de inquietar a muchos patrones con sus anuncios sobre el Brexit, se dio el gusto de proclamar que su partido es el de la “clase trabajadora”, denostando a las élites liberales, a los “privilegiados” y a quienes creen ser “ciudadanos del mundo”, transformándose así en ciudadanos de ninguna parte. La tentación de reír como quien ve un sketch de Benny Hill es grande, pero más vale no ceder a ella: al poco rato del discurso de Theresa May, llegó la felicitación y el beneplácito, desde el otro lado del Canal de La Mancha, de Marine Le Pen. La conductora de la ultraderecha francesa podría, de hecho, reclamar derechos de autor, así como otros en Europa continental y, naturalmente, el señor Nigel Farage, ex líder del Partido por la Independencia del Reino Unido.

Oportunistas o conversos, los conservadores británicos consumaron así en estos días un viraje escabroso, y parecen decididos a salir a pelear el divorcio con la Unión Europea a caballo del nacional-populismo, con una sola respuesta ante cualquier pregunta: la culpa es de los extranjeros.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 10.10.2016

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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