Por Miguel Pastorino ///
En una reunión con amigos, me hicieron una pregunta difícil y me quedé en silencio pensando. Algunos no aguantaron unos pocos segundos y reaccionaron de muy diversas maneras: unos miraron sus teléfonos, otros se miraban entre sí y alguien rompió el silencio diciendo: “El silencio me pone nervioso”, con lo cual todos reímos.
Y es que el silencio es algo extraño para nosotros hoy, es algo que anhelamos al mismo tiempo que huimos de él de modos muy creativos.
Vivimos sumergidos en un diluvio de palabras vacías, sobrepasados por millones de ruidos e imágenes que nos llegan por todas partes y que nos persiguen hasta los pocos espacios que quedaban de intimidad. La ansiedad y la saturación de mensajes generan una gran desatención, una permanente distracción que impide que podamos escuchar realmente. Y si nos obligan a parar por alguna razón, a hacer silencio, buscamos hacia dónde huir del abismo que parece generarse, como si no quisiéramos pensar, como si nos ganara la pereza intelectual.
Nos vamos acostumbrando a oír palabras que no nos dicen nada, palabras sin contenido, sin peso en nuestras vidas. La invasión de información excesiva abruma a las personas y la fugacidad de las noticias hace muy difícil -cuando no imposible- una auténtica reflexión.
Saturados de mensajes de toda clase y por diversos medios estamos en todo y en nada a la vez, quedando indiferentes y cerrados a toda escucha auténtica. Se informa de todos los temas, pero poco es realmente asimilado y reflexionado, haciendo que el pensamiento también se vuelva efímero y pasajero, simple, básico, elemental. Nos desacostumbramos de los matices, de la reflexión serena, de entender los contextos, de la duda y la diversidad de perspectivas, y nos sumergimos en la simplicidad de ver el mundo en contrastes y extremos, siendo así el exceso de ruido un caldo de cultivo para la brutalidad y la falta de delicadeza.
Parecen cumplirse las palabras del filósofo danés, Sören Kierkegaard, hace casi doscientos años: “Llegará un momento en el que la comunicación será instantánea, pero la gente no tendrá nada que decir”. Es la paradoja de un mundo con hambre de contenido, pero con miedo de pararse a pensar.
Las grandes tradiciones filosóficas y espirituales han reconocido siempre la necesidad del silencio para el cultivo de la interioridad y el desarrollo del pensamiento. El silencio hace posible la escucha y el diálogo auténtico, creando relaciones más profundas.
Pero hoy, cuando llega el silencio, muchos no saben qué hacer con él. Entonces se enciende la radio o la televisión, como si necesitáramos murmullo de fondo. Y así, las conversaciones con tanto ruido alrededor seguro serán más frívolas y sin contenido. Todos se aseguran así, de que no habrá incómodos silencios.
Pero lo cierto es que cuando queremos hablar en serio o pensar en profundidad, necesitamos que todo se apague, que callen todas las demás voces, para hacer espacio a las palabras que nos importan. Necesitamos callar interiormente para poder escuchar.
La crisis de las relaciones humanas, de la incomprensión y la falta de diálogo tienen que ver también con esta privación del silencio.
Aprender a hablar desde el silencio le devuelve a la palabra su peso y su fuerza, como escribió Heidegger: “Un resonar de la palabra auténtica puede surgir solamente del silencio”.
Solo del silencio puede brotar una palabra sensata, luminosa, penetrante y profunda, permitiendo un diálogo auténtico y no puros monólogos.
Hay varios estudios científicos que recomiendan dos horas de silencio diarias para la salud mental y cardiovascular. ¿Se imaginan? ¿Dos horas en silencio? Creo que muchos no aguantarían ni 3 minutos. Porque para ello hay que construir buenos hábitos. Es como el que no sabe descansar cada día, cuando lleguen las vacaciones no sabrá qué hacer. Y después piensa que no eran suficientes días de descanso. Pero el problema es que no aprendió nunca a descansar.
Hacer silencio no es simplemente estar callado, es crear un espacio, un lugar dentro de uno mismo donde reparar, donde descansar y donde escucharse y recibir a los demás.
Para eso se necesita vencer el egocentrismo y la ansiedad por llenar el silencio.
La mirada que brota del silencio se deja asombrar por lo cotidiano y transmite paz y esperanza, porque sabe esperar. El que no sabe esperar, desespera. Por ello cuidar el silencio es recuperar calidad de vida.
Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva
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