Por Gonzalo Pérez del Castillo ///
La cooperación internacional para el desarrollo fue llamada a jugar un papel fundamental en la Carta de San Francisco dado que era el tercero de los cuatro objetivos que se le dieron a esta nueva creación: la Organización de las Naciones Unidas.
El primer gran esfuerzo de reconstrucción post guerra mundial fue el Plan Marshall, que ayudaría a recomponer las economías europeas. A ese plan se le otorgó un financiamiento equivalente al 1 % del PIB de los EEUU.
Más adelante las Naciones Unidas, a iniciativa de la Unctad (United Nations Conference on Trade and Development) propuso un enfoque similar (1 % del PIB de los países desarrollados) para promover la economía de los países que Alfred Sauvy, en 1952, llamó “le tiers-monde”.
Usó esta denominación para referirse al mundo excluido, al igual que los ciudadanos que conformaban el llamado “tiers-état” previo a la revolución francesa de 1789. Esto fue mal traducido a “tercer mundo” en muchos idiomas, abriendo el camino a la invención muy imaginativa de varios otros mundos “numéricos”.
La discusión sobre “cuánto” debería otorgarse a los países más pobres para promover su desarrollo nunca fue resuelta. En 1970 la comisión presidida por Lester B. Pearson estableció un acuerdo sobre el 0,7 % del PIB de los países desarrollados. Este acuerdo nunca se cumplió.
Solo algunos países europeos nórdicos y Holanda alcanzaron y superaron esta cifra, los principales donantes (EEUU, Francia, Reino Unido, Alemania y Japón) no lo lograron, con la única excepción del Reino Unido en años recientes. El promedio se mantuvo históricamente alrededor del 0,3 % hasta nuestros días y el reclamo por parte de los países pobres se renueva en cada conferencia internacional.
El fracaso de este acuerdo tuvo consecuencias nefastas para ricos y pobres. En primer lugar, porque colocó el foco de la discusión sobre “cuánto” le debían unos a otros. En toda la Carta Magna no se menciona ni una sola vez a los ricos o a los pobres. El cometido era que entre todos los pueblos, sin exclusiones, se cooperara para construir un mundo mejor.
La idea era que todos acordáramos obrar por el bien común, pero eso se diluyó en la pelea sobre a quién le correspondía pagar la cuenta. El bien común pasó al olvido, como si los problemas del subdesarrollo afectaran exclusivamente a este grupo de países pobres, pedigüeños y quejosos.
Las olas imparables de inmigrantes que desde hace décadas invaden los países desarrollados, ocupan sus ciudades, imponen sus costumbres y sublevan a sus poblaciones es solo una de las tantas demostraciones que ese razonamiento no era solo egoísta y mezquino sino que constituía una gravísima equivocación.
En segundo lugar porque lo poco que se dio fue otorgado mayoritariamente en forma bilateral y como parte de la política exterior del país donante. Se “ayudó” a los países amigos o aliados, a las ex colonias, a los vecinos más potencialmente molestos, a quienes no se oponían a la explotación de sus recursos naturales por parte de las compañías transnacionales de su bandera.
Solo una parte menor fue canalizada a través de organismos multilaterales que procuran promover un desarrollo equilibrado y sin que la ayuda implique ataduras políticas o comerciales. La cooperación internacional fue otorgada en forma tan caprichosa que aun habiendo alcanzado la meta del 0,7 % del PIB de los países industrializados el resultado final no hubiera sido muy distinto.
En este sentido la recientemente culminada cumbre sobre cambio climático muestra algunos síntomas esperanzadores y otros que no lo son tanto. Los jefes de Estado ponen el énfasis donde corresponde: cooperar por el bien de la humanidad, de toda la humanidad, porque esto es algo que nos afecta a todos. Es un buen punto de partida.
Pero se comprometieron US$ 100.000 millones por parte de los países ricos para ayudar a los esfuerzos de los países pobres en este sentido. Visto que la totalidad de la Cooperación Oficial para el Desarrollo de los países de la OECD (Organisation for Economic Co-operation and Development) anda por los US$ 161.000 millones al año, la cifra no es despreciable.
Pero mismo si la promesa se cumple, volvemos al mismo error. El mundo ya no se divide entre ricos y pobres porque más de la mitad de los países que lo componen no son ni lo uno ni lo otro. El Producto Global Mundial (PGM) según el Banco Mundial en 2015 es de US$ 76 trillones.
¿Hay algún país en el mundo, rico, pobre o de ingreso medio, que no esté en condiciones de dedicar 0,1 % de su PIB para abordar el tema del cambio climático en un ámbito multilateral donde todos tienen igual voto porque cada uno aporta proporcionalmente a su riqueza?
Esa cifra alcanzaría los US$ 76.000 millones anuales y permitiría trabajar juntos, apuntando a objetivos previamente acordados, en procura del bien común y sin la necesidad de contemplar imposiciones de quien pone el dinero. Los países desarrollados pueden gastarse el resto conteniendo la polución en sus propios países porque son ellos los que más contaminaron, siempre.
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Sobre el autor
Gonzalo Pérez del Castillo (Montevideo, 1946) es ingeniero agrónomo. Colaborador de En Perspectiva desde 2006, actualmente integra La Mesa de En Perspectiva.
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Foto: Sede de las Naciones Unidas en Nueva York, EEUU, 22 de setiembre de 2015. Crédito: Cia Pak/UN Photo.
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