
Creo que “Conversación en la Catedral” es una de las más grandes novelas escritas en nuestra lengua, donde la suma de todos sus planos, detalles y temas configuran una sólida arquitectura catedralicia; que haber escrito esa obra lo justifica; que “La Ciudad y los perros” es la primera novela en que vemos el retrato fiel de la adolescencia; que la misión confiada a Pantaleón y a sus visitadoras es un espejo de la mentalidad militar: que el territorio de su obra fue Iberoamérica; que su mayor obsesión fue entender el mundo real y elevarlo a la ficción y creo que fue un maestro en la indagación del lenguaje y la técnica de narrar.
Valorar positivamente su obra desde su ideología de antaño es tan necio como valorarla desde la ideología de hogaño. Y al revés. Mario Vargas Llosa, como Borges, como Mario Benedetti (curiosa tríada) expuso sus ideas libremente sobre diversidad de temas sin cálculos mezquinos.
También fue víctima de esa sociedad del espectáculo que él mismo describió (el título de Marqués, sus aventuras en la “socialité”). Una ironía de la veleidad humana.
Todas las veces que estuvo en Montevideo, yo anduve por allí, desde la primera, en la que dio, joven aún, una conferencia en el Paraninfo de la Universidad. En su penúltima visita pude hablar con él una media hora. No me sentí ni elegido ni postrado ante el genio. De ese momento recuerdo su cordialidad, la llaneza de su lenguaje, su capacidad para oír a su ignoto interlocutor y la rigurosidad de sus juicios sobre autores y obras de sus colegas. Ni una sola palabra de sí mismo y de su obra. Ese es mi Vargas Llosa. El resto es su obra.
Jorge González
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