Por Eduardo Rivero ///
Entonces, de improviso, me descubrí acodado en una primorosa baranda de mármol inmaculadamente blanco, observando las aguas del Sena con la armoniosa silueta de la Conciergerie recortandose en la orilla opuesta.
Entonces, de improviso, me encontré por primera vez en París, desentrañando el porqué de su leyenda, mimetizado en su rotunda belleza, de ojos bien abiertos y corazón galopando feliz.
En realidad aquella primera vez, en 1980, había comenzado un par de días antes, cuando al perder el tren que originalmente me llevaría desde Madrid, me desencontré con quien debía esperarme en la Gare D’Austerlitz y debí refugiarme, nervioso y solo, en un hotelucho de la Place Pereire. Finalmente, logré encontrarme con quien debía esperarme, ganar la necesaria tranquilidad y lanzarme a las calles hasta terminar acodado en esa baranda, descubriendo ahora sí donde estaba y que privilegio significaba estar allí.
Por supuesto que París me regaló su ineludible lista de atracciones clásicas: La Torre Eiffel y el Arco de Triunfo-más enormes y majestuosos de lo que suponía-Montmartre, el Museo del Louvre, Notre Dame, La Sainte Chapelle con sus vitrales de indescriptible hermosura…
Pero además me dio la oportunidad de conocer a uno de los personajes inolvidables que el tránsito vital regala.
Precisamente, “Mi personaje inolvidable” se llamaba un artículo que cada número de las Selecciones del Reader’s Digest de antaño traían y que siempre me llamaba la atención.
Ese personaje fue quien debía esperarme en la estación-y de hecho me esperó infructuosamente-un jugador de fútbol uruguayo, ex River Plate de Montevideo, a quien no conocía personalmente, llamado Juan Carlos Acosta, con quien me había vinculado por carta por mediación de Milton, un amigo en común, previamente a viajar.
Juan Carlos era un afrouruguayo muy alto y atlético, de espeso bigote caído hacia las comisuras de los labios y abultado pelo peinado a lo afro. También, descubriría pronto que era todo un personaje, con su desfachatez sin límitez, su viveza “del Barrio Sur”, su empuje y su ancha sonrisa.
-¿Así que vos sos el paracaidista que me mandó Milton?-me dijo en el momento de conocernos, al pie del ascensor del antiguo edificio donde el club en que jugaba le había dado un minúsculo apartamento, que él me prestaria generosamente. Un destartalado monoambiente en el número 2 de la Rue Pissarro, en el arrondissement 17, donde había un radiador de calefacción-que no funcionaba-un ajado planisferio en la pared junto a la cama, una mesita, una única silla y un añejo radio grabador con un único cassette de Carlos Gardel, que terminó hipnotizándome y disparando mi admiración por el Mago hasta la estratósfera. No tenía baño; había que usar una suerte de “baño social” que estaba fuera del apartamento, en el palier.
Mi primer día en París, Juan Carlos mediante, fue en realidad un día en la norteña ciudad de Lens, donde mi amigo jugaría en el preliminar de un partido de primera división entre el Racing de Lens y el Valenciennes. Durante ese preliminar, me senté en el banco de suplentes. En un corner, Juan Carlos, gran centrodelantero, dicho sea de paso, saltó y le metió tremendo codazo en la frente a quien lo marcaba, un francés calvo y gigantesco, que cayó como fulminado por un rayo.
-Lo maté al pelado-me dijo Juan Carlos riendo, al venir a sacar un outball a un paso de donde yo estaba.
Tras el preliminar, nos ubicamos en una de las tribunas detrás del arco a ver el partido de fondo y allí pude descubrir quien era realmente mi anfitrión. No había chica francesa hacia la que no se lanzara. El “trille callejero” tan en boga en Montevideo, en Francia no era una práctica socialmente conocida, y así las chicas francesas entablaban conversación con él suponiendo que necesitaba alguna información importante.
Lo mismo le vi hacer durante cada día del mes en que estuve en París. Pensaba quedarme una semana, pero entre la hospitalidad de Juan Carlos y París, no pude menos que quedarme un mes. Cada vez que íbamos en el Metro, Juan Carlos apoyaba delicadamente y como al descuido su mano sobre la mano de cualquier chica que fuese aferrada a la barra metálica colocada a tal efecto en el vagón, le sonreía y le decía, simplemente: “Bonjour”. Esa era su frase “matadora”, aunque resulte increíble. ¡Pero vaya si le daba resultado!
Juan Carlos vivía en realidad con una sonriente pelirroja llamada Monique Padovan que -trabajo parisino si los hay- diseñaba vestidos y que era la más adorable persona imaginable. Pero no por eso su “bonjour” asesino dejaba de aparecer cada día, en cada Metro que compartíamos.
Mi mes en París con Juan Carlos resultó la más increíble usina de futuros recuerdos.
Por ejemplo, el haber ido juntos al teatro Olimpia a ver a la maravillosa Celia Cruz. Por ejemplo el haber sido invitado por él a una “cena sorpresa” que resultó ser un asado de uruguayos exiliados -eran tiempos de la dictadura aquí- en el fondo de una vieja casona en la orilla izquierda del Sena, que terminó siendo una ocasión enormemente emocionante.
-¿Y paracaidista, te sorprendí, no?-me dijo, como siempre, sonriendo al irnos sobre la medianoche.
Pero si algo me ha quedado grabado para siempre de esos días en París, ha sido el episodio de Noche Sin Luna.
-Paracaidista, te voy a presentar a Noche sin Luna-me dijo muy suelto de cuerpo una tarde. Y por más que pregunté y pregunté no soltó prenda acerca de la identidad de tal personaje.
Noche sin Luna resultó ser una escultural chica negra, nacida en el Caribe de habla francesa, que trabajaba vendiendo bolsos y valijas en la célebre tienda por departamentos Bazaar D’Hotel de Ville, en la Rue Rivoli, muy cerca del Sena y que en realidad se llamaba Françoise. Paralelamente a su pareja con Monique, Juan Carlos, tremendo bandido, tenía una relación “bien especial” con esa bellísima chica y por eso una tarde la pasamos a buscar a la salida de su trabajo. Hospitalaria y sonriente, nos invitó a cenar en su casa, un pequeño apartamento en un barrio alejado del centro. La charla se fue extendiendo y se hizo muy tarde, al punto que nos quedadmos a dormir allí. El Negro Juan Carlos casi huelga decirlo, se fue con ella al dormitorio y a mi me tocó en suerte un sillón-cama armado de apuro en el pequeñito living delantero.
Una vez acostado, no podía conciliar el sueño. En primer lugar por los ruidos sordos pero inequívocos que llegaban desde el dormitorio. En segundo término por la reflexión de la loca y hermosa vida que me llevaba a estar acostado en el living de un apartamento parisino que alquilaba una chica caribeña que trabajaba en la capital francesa y que estaba en la cama, con un futbolista uruguayo, a poquitos pasos.
Cuando los cercano e inequívocos sonidos se apagaron, caí en un sueño supuestamente profundo, aunque nervioso y en realidad frágil, porque eso sucede cuando nos convertimos, avión mediante, en nuestra “versión internacional”. No podemos ni debemos dormir como en casa sino en una suerte de eterna alerta que refiere a la adaptación al medio.
No puedo medir que tiempo había pasado, pero súbitamente desperté al escuchar una llave haciendo girar la cerradura de la puerta de calle, a un metro de mi cama. Estaba medio dormido, sí, pero no tanto como para no imaginar lo peor: seguro que era el marido de Noche sin Luna que llegaba inesperadamente y que allí se iba a armar una tragedia. En efecto, una sombra enorme se deslizó dentro del living, y una mano enguantada encendió la luz. Se me paralizó el corazón al ver a un afro-francés altísimo, que vestía campera de cuero y calzaba en su cabeza un gorro de lana rojo.
Cuando ya pensaba que era hombre muerto, la puerta del dormitorio se abrió y el Negro Juan Carlos y Noche sin Luna se abrazaron con el recién llegado, a las risas. El visitante nocturno resultó ser el hermano de la chica. Juan Carlos se enfrascó con él en una animada charla exhibiendo su gracioso francés con acento del Barrio Sur.
-Che paracaidista, casi se te paraliza el “bobo”, ¿no?-me dijo como al disimulo, en medio de la charla con el hermano de su noviecita caribeña.
París me dio un personaje inolvidable, la increíble belleza de sus calles y un susto nocturno monumental que todavía acelera mi pulso, pero también me hace reír con ganas.
La semana próxima publicaremos la segunda parte de este relato.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.