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Anclado en París (ii)

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Por Eduardo Rivero ///

En mi mes en París en diario contacto con Juan Carlos Acosta, jugador de fútbol y bon vivant, más allá del pequeño apartamento en el 2 de la Rue Pissaro que él me prestaba, mi segundo hogar era el Metro, con su super abundancia de músicos ambulantes, algunos muy malos y la mayoría excepcionalmente buenos. En andenes y vagones estaba lleno de cartelitos prohibiendo a los músicos ambulantes, pero es tal la tradición parisina en ese sentido, que prohibirlos de verdad sería como prohibir sacar fotos a la Torre Eiffel. Tras una semana admirándolos, buscándolos y charlando con ellos durante horas cada día, terminé también yo haciendo una buena plata tocando en pasillos y vagones. Toda una experiencia.

A veces Juan Carlos pasaba por mi apartamento cuando yo no estaba y al irse me dejaba la llave escondida en el baño “social” que había en el palier. Cuando eso ocurría, colocaba en la puerta del apartamento un cartel donde decía, escrito en birome azul, “La bella en el ñoba”, apelando al “vesrre” bien montevideano como forma de que ningún francés entendiese el mensaje.
Juan Carlos viajaba a diario en el Metro conmigo y además del “bonjour” conque iniciaba una charla casual con toda chica que mereciese la pena, tenía otro hábito: cantar a los gritos cuando nos desplazábamos por los pasillos, escaleras mecánicas y andenes. Su repertorio no era en absoluto variado. Se limitaba a una versión muy particular del tango Mi noche triste, cambiándole la letra y convirtiéndola en una típica cancion procaz de despedida de soltero; algo así.

Había que ver a aquel negro altísimo, con sus espesos bigotes y su pelo afro cantando a viva voz:

“Percanta que me amuratse
encima del colchón
agarráme el…”

(y no sigo porque ya imaginará el lector por donde discurría el resto de la letra).

Podría decir que mientras caminaba y cantaba en medio de la multitud de usuarios del Metro que no entendían la letra nadie le prestaba atención, pero no era así. Cada tanto, algún argentino o uruguayo se daba vuelta para mirarlo, muerto de risa.
Era entonces todo un tema el de los músicos ambulantes de París (y seguramente lo sigue siendo hoy). Formaban parte de esa alma única que tiene la ciudad y no se encuentraban sólo en el Metro; también aparecían en la explanada que enfrenta al Centro Georges Pompidou para hacer lo suyo: desde brasileños cantando bossa nova hasta norteamericanos cantando blues o country y, por supuesto, acordeonistas parisinos fascinando turistas.

Juan Carlos me escuchó en el Metro y quedó encantado, lo que tal vez no hable muy bien de su gusto musical. Y entonces me consiguió una invitación a cantar en una peña de chilenos exiliados, que entonces eran una legión. En un salón inmenso hice lo mío, tras asombrarme con dos venezolanos veteranísimos que tocaban joropos como una locomotora en marcha, uno con su “cuatro” y el otro tañendo el arpa y dos irlandeses increíbles, uno en el acrodeón y el otro en el violín, además de una docena de chilenos interpretando a Violeta Parra o Víctor Jara.

Tanto le gustó mi voz que esa noche llevó a Philippe y Joasinne, un matrimonio francés amigo, formado por un pibe de lentes y cómico cerquillito castaño y su mujer, que sonreía mostrando dos dientes centrales como de conejito. Me comuniqué con ellos como pude, con mi francés más que básico aprendido en el liceo, y descubrí a dos personas absolutamente encantadoras que a los pocos días, organizaron una cena en su casa en mi honor, a la que invitarían a sus respectivos padres y hermanos para que me escucharan cantar. Todo un detalle. Y eso que me habían dicho que los franceses son difíciles.

La noche de la cena llegó y allí fuimos con Juan Carlos, como era habitual, en el Metro. Philippe y Joasinne tenían un coqueto apartamento con un balconcito delantero en su living desde donde se veía el Arco de Triunfo espléndidamente iluminado. Una visión que parecía obra del Ministerio de Turismo de Francia.

Philippe era músico aficionado y tenía una preciosa guitarra española, reluciente y con las cuerdas nuevas recién puestas.
Juan Carlos se había ofrecido como cocinero y les dijo que iban a probar una especialidad uruguaya: milanesas con papas fritas. Philippe, Joasinne y su parentela adoraron la comida “uruguaya” que Juan Carlos preparó tras atarse un delantal.

Finalmente llegó el momento de cantar y toqué tres o cuatro tangos, que los franceses aplaudieron como locos, y entonces sucedió lo increíble.

Je voudrais chanter maintenant-anunció Juan Carlos logrando una sonrisa de aprobación de los franceses ante su deseo de participar del hecho artístico-a ver paracaidista… tocá Mi noche triste que yo la canto, ¿ta?-concluyó dirigiéndose a mi, que lo miraba desconcertado, guitarra en mano.

—Pero ¿estás seguro?
—Sí, dale paracaídas, tocá Mi noche triste, no jodas, dále nomás…

Cabe mencionar que Philippe, luego de mi primer tango, fue corriendo a buscar un estupendo grabador Grundig de carrete abierto para inmortalizar esa noche de música en vivo en su casa. Y que, como era obvio, Juan Carlos lo que quería era cantar su versión personal de Mi noche triste. Y así lo hizo.

Y mientras la cinta giraba y los franceses, atentos y en silencio escuchaban con el mayor respeto, pensando que estaban oyendo un tango “en serio”, el Juan Carlos se largó a cantar

“Percanta que me amuraste
encima del colchón
agarrame el….”

Pocas veces en mi vida he asistido a algo tan desopilante. Mientras mis manos tocaban los acordes del tango, hacía un esfuerzo sobrehumano por no largar la carcajada, pensando que esa cinta iba a quedar para la posteridad y que tal vez algún día Philippe se la hiciese escuchar a alguien de habla hispana…

Tal vez, en algún perdido cajón de París, todavía hoy exista esa cinta, lo que, por cierto, sería genial.

El momento de volver al Uruguay se acercaba y Juan Carlos quiso grabarle un cassette con un saludo a nuestro común amigo Milton, en Montevideo, de quien estaba eternamente agradecido porque fue quien lo llevó a jugar en Europa. Enfrentando al microfono y tras saludar largamente a Milton y hablarle del tremendo paracaidista que le había mandado-es decir, yo-le pidió a Monique, su novia “oficial”, que le grabase un saludo a su amigo uruguayo. Monique no hablaba una palabra de español y se disculpó. Juan Carlos le dijo: no te preocupes que yo te voy diciendo lo que tenés que decirle a Milton.

—Hola Milton acá estamos con Juan Carlos-dictaba el Negro.
—Holá Miltón, acá estamóssss con Uán Carlósss-repetía Monique
—Quiero decirte que te vayas a la mierda-dictó Juan Carlos.
—Quiegó decigté que te vaiás a la miegdá…-empezó a repetir Monique pero de repente se dio cuenta de lo que le habían hecho decir y entonces lanzó un sonoro “¡¡¡No, no c’est pas vrai, c’est pas vrai!!!”
—¡Qué c’est pas vrai ni c’est pas vrai… me dejás pegado con mi amigo…te voy a matar!-gritaba entonces Juan Carlos mientras pegaba con las palmas de sus manos en sus propias rodillas simulando que estaba abofeteando a Monique. Sin dudas, otra grabación de audio para el recuerdo.

Y con ese cassette para Milton, una tarde tomé el tren para Madrid donde me esperaba el avión a Montevideo. Atrás quedaron las cenas de cada noche con Juan Carlos y Monique, mis caminatas a la medianoche en una Paris desierta entre el apartamento de ellos y el mio, a unas diez cuadras,la sonrisa de ambos, su calidez, su generosidad y, por cierto, la energía inagotable, el humor tan de barrio como irresistible y la calidad de mujeriego impenitente de Juan Carlos, rey de la extroversión y la desmesura, ser peculiar, amigo querido.

Al año siguiente volví a París pero Juan Carlos y Monique se habían mudado a Grenoble, en el sureste de Francia, donde Juan Carlos tenía un hermano desde hacía mucho tiempo. Logré hablar con él por teléfono.

—Un abrazo, paracaidista-fue su despedida.

No he vuelto a verlo, ni a hablar con él, ni a saber nada más de su vida.

A veces, en ese minuto previo a dormirme, cuando intento que mi cabeza no sea ocupada por alguno de los problemas a resolver en el día a día, convoco su recuerdo. Y en la madrugada montevideana vuelvo a escucharlo, desde el fondo de mi historia, cantando a grito pelado su particular versión de Mi noche triste.

La primera parte de esta crónica está disponible haciendo click aquí.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

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