Por Darío Klein ///
Los periodistas tenemos cierta debilidad por “vender” nuestra noticia. A veces lo hacemos haciéndonos eco de expresiones de terceras personas o del punto de vista de nuestras fuentes. Otras, inconscientemente, como forma de justificar nuestras coberturas y, en definitiva, el valor de nuestro trabajo. Las más, como una forma de enamoramiento con nuestros textos, por considerar que ciertos adjetivos, ciertos calificativos, ciertas frases, van a imponerse en la pantalla o el papel y decorar nuestra prosa.
De esta manera, el hecho que cubrimos o sobre el que vamos a reportar o escribir tiende a ser “histórico”, “impactante”, “dramático”, “inusitado”, “el mayor”, “el más grande”, “el peor”… Así aparecen las peores sequías que se recuerden, las crisis más grandes, las mayores inundaciones, los desastres históricos, delitos inenarrables, situaciones dantescas, imágenes impactantes y las magnitudes inéditas, que terminan por blindar nuestra credulidad y anestesiar nuestra sensibilidad.
Así, además, caemos en la utilización de vocablos y expresiones sagradas, a veces rimbombantes, sin darnos cuenta del pecado que estamos cometiendo: de tanto usarlas, de tanto abusarlas, tendemos a vaciarlas de contenido. Son las palabras las que construyen o destruyen el mundo. Es necesario que aprendamos a cuidarlas. Aunque no lo parezca, estamos ante un recurso agotable.
Si abusamos de ellas corremos el riesgo de perderlas como aliadas y de carecer de los elementos expresivos necesarios cuando nos hagan falta. Las palabras grandes son como antibióticos: hay que estar seguro de tomarlos, porque su abuso puede reducir su efecto benéfico.
Esto no quiere decir que no debamos llamar a las cosas por su nombre, sino que debemos pensar seriamente si el término que vamos a utilizar es el periodísticamente apropiado. Es importante, en palabras de William Strunk Jr., “que cada palabra importe”.
No todo acontecimiento es histórico aunque lo consideremos muy importante. No todo hecho es inédito aunque nos cueste recordar uno similar. “Este ha sido el peor accidente de helicóptero sobre la cordillera en la última década”. La frase existió, fue escrita por una agencia de noticias. Y es absurda. Con algo de creatividad, a casi cualquier acontecimiento podremos atribuirle algún tipo de dimensión histórica. Si no era de la última década, sería del último lustro. Si no era sobre la cordillera, sería sobre el mar.
No todas las marchas y manifestaciones son masivas, aunque así lo quieran hacer ver sus organizadores, ni todos los desenlaces inesperados son algo épico. Cuando un periodista va al fondo de un asunto o denuncia un hecho, no siempre está realizando periodismo de investigación. Y para que una cultura o un lugar sean milenarios, no alcanza con que sean viejos, deben haber durado uno o más milenios.
Hace unos años un colega me comentaba que cuando entró a trabajar al diario La Mañana a los 18 años, hace cuatro décadas, le dieron para leer un pequeño manual de estilo con una frase que lo marcó: “Un hombre no es alto. Mide 1,92”. El hecho de que sea o no alto es un concepto subjetivo y demasiado relativo. Este simple dato ilustra un concepto básico en periodismo: es preferible la precisión al adjetivo, es mejor el dato y la descripción al abuso de calificativos.