Por Fernando Butazzoni ///
La situación en la que hoy se encuentra la izquierda latinoamericana es, salvo excepciones, bastante similar a la de aquella época terrible de los golpes cívico-militares propiciados por EEUU hace medio siglo. Nunca antes, desde los tiempos de Bordaberry, Pinochet y Videla, era tanta y tan honda su debilidad. Paradójicamente, otrora era perseguida, torturada y fusilada. Ahora detenta el Gobierno y porciones importantes de poder en varios de esos mismos países.
Entre ambos momentos, comienzos de los años 70 del siglo pasado y comienzos de este año 2016, hubo avances y retrocesos, pero sobre todo avances: enormes victorias. La primera de ellas fue la revolución en Nicaragua de 1979, que depuso a un funesto dictador, reorganizó un país postrado por la guerra y estableció un régimen provisorio que era republicano y profundamente democrático. El Frente Sandinista llamó a elecciones generales, las ganó, luego las perdió durante una década y luego las volvió a ganar.
Daniel Ortega, cabeza de aquel proceso, volvió al Gobierno en el año 2007. Pero el tipo era otro: hoy, casi 40 años después de aquella revolución inicial, él se ha quedado con el Frente Sandinista, con la dignidad de quienes combatieron a su lado y con la plata de los nicaragüenses. Sus escandalosos dispendios, la mala gestión gubernativa y el nepotismo más descarado son sus principales cartas de presentación.
En Venezuela la revolución bolivariana, fuertemente inspirada en las ideas de la izquierda, y en especial en la prédica de Eduardo Galeano, hoy es un enorme buque petrolero a la deriva. La historia es parecida a la de Nicaragua: corrupción, nepotismo y pujos totalitarios que rompen los ojos. Nicolás Maduro no parece el hombre indicado, ni por sus pocas luces ni por sus muchas sombras, para estar al timón de semejante navío.
El modelo kirchnerista en Argentina, inspirado en Perón y rellenado con bótox, fue derrotado en las elecciones del año pasado porque la gente estaba harta de escándalos criminales, corruptelas, nepotismos y cadenas de televisión. Quizá el caso más emblemático de todo el período sea el asesinato del fiscal Alberto Nisman, justo antes de que testimoniara en el Congreso de la Nación en contra de la presidenta Cristina Fernández.
En Brasil, por estas horas, tiemblan hasta las raíces de los árboles. Primero el mensalão, ahora el llamado Lava Jato. Tras 14 años en el poder del PT, las denuncias de corrupción han acabado por acorralar a la presidenta Dilma Rousseff y al líder histórico del partido, Lula da Silva. Hay decenas de empresarios y políticos presos y nadie sabe con certeza cómo se va a cerrar este agobiante capítulo de la historia brasileña. Dicen que hay ruido de sables.
En resumen: la verdad última es que en esos países hubo gente inescrupulosa que se robó las banderas de la izquierda, secuestró sus ideales y los puso a buen recaudo en bancos suizos, junto con el dinero que también fue robado. Actuaron igual que los corruptos de la FIFA, los lobos de Wall Street y los nobles españoles de sangre azul y tarjetas negras. Y lo hicieron ante la pasividad y la falta de crítica de sus propios compañeros, y con el regocijo de los sectores más conservadores de la sociedad.
Aunque parezca extraño, el desarrollo de todos esos funestos acontecimientos continentales ha terminado por colocar a la izquierda uruguaya en general, al actual Gobierno presidido por Tabaré Vázquez y al Frente Amplio en particular, en una situación delicadísima pero privilegiada. En los hechos ha quedado en sus manos la reivindicación final de toda una era de progresismo en América Latina. Son muchos los que ya cantan victoria, los que proclaman que el ciclo progresista continental se acabó, los que sueñan con el regreso a un pasado lleno de privilegios para algunos y de miseria para la mayoría.
El Frente Amplio puede cambiar esta historia, y eso es un grave privilegio. Para que sea así deben ocurrir muchas cosas positivas, pero la primera de todas, la ineludible y determinante, será un minucioso reconocimiento del terreno, un estudio de los procesos vividos en esos otros países con vecindad política e ideológica, una exhaustiva lista de los errores cometidos (por esos vecinos y por la propia izquierda uruguaya) y una disposición sin cortapisas a actuar en consecuencia, cueste lo que cueste: crítica y autocrítica.
La tarea que tiene la izquierda uruguaya por delante, su principal expresión política que es el Frente Amplio y también, sobre todo, el actual Gobierno, es tan gigantesca que da vértigo. Tanto como la profundidad de la crisis en que se debate la izquierda en el mundo. Habrá que ver si existen los liderazgos necesarios para ello, si los egoísmos sectoriales le permiten realizar semejante movida colectiva y si los tiempos acotados de que se dispone son suficientes.
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