Por Fernando Butazzoni ///
Las declaraciones del ministro de Defensa Nacional respecto al uso de las armas y su tenencia por parte de la población resultan tan interesantes como desatinadas. Según sus propias palabras, la ciudadanía debe tener alternativas para defenderse de sus enemigos particulares o de los potenciales enemigos de la sociedad toda. Ya sea del embate de la delincuencia o de las atropelladas del fascismo o el autoritarismo: Es necesario “tener una alternativa”, dijo.
El interés principal que genera su razonamiento en voz alta radica justamente en ese concepto de “alternativa”, vinculado al uso de las armas. Es verdad que cada época conlleva sus propios errores históricos, y que los principales actores de esas épocas suelen ser tributarios de ellos. Parece lógico que don Eleuterio Fernández Huidobro, quien luchó durante muchos años con las armas en la mano, perteneció fundacionalmente a una organización guerrillera (y no a una cualquiera, sino acaso a la más exitosa del mundo, tanto en la victoria como en la derrota) y es actualmente ministro de Defensa Nacional de un país, tenga respecto a la cuestión del armamento una posición rotunda y entusiasta.
El problema es que su posición es retrógrada y reaccionaria. Fernández Huidobro nos remonta de nuevo a aquel “pueblo reunido y armado” que acompañó a Artigas en sus luchas y, en especial, en la derrota. De aquellas fallidas jornadas libertadoras han pasado más de dos siglos. Es una obviedad, pero hay que señalarlo: el mundo ha cambiado. Surgieron naciones, se desplomaron unos imperios y nacieron otros, las poblaciones se concentraron en ciudades y pueblos, y la vida social pasó por un duro y prolongado proceso de ordenamiento, que implicó entre otros muchos rigores el desarme de la población civil, con el consiguiente depósito de la soberanía armada en el Estado y en las instituciones nacidas para ese fin: los Ejércitos y las Policías. Se acabaron los matreros.
La historia moderna nos enseña que los grupos armados son, siempre, usados como peones de ajedrez en contiendas que escapan a sus propios intereses y, casi siempre, a su cabal entendimiento. Y esto incluye a los civiles “irregulares”, a las tropas de línea, a los pistoleros y a los ejércitos: los combatientes son carne de cañón.
Los que asesinaron en Le Bataclan de París no eran “unos atorrantes” como pretende el señor ministro. Eran jóvenes perfectamente entrenados y preparados, al servicio de una causa despreciable. Eran iguales a los soldados norteamericanos que convirtieron a Irak en una montaña de cadáveres. Tan terroristas como los pilotos que, con impecable tecnología, dejan caer ahora mismo sus bombas sobre poblaciones civiles en Afganistán, Pakistán, Siria y otros países.
Para qué abundar en el tema con ejemplos desgraciados: Ucrania, Colombia, Nigeria, Perú. En todos esos países (y en muchos otros) se organizaron grupos civiles armados hasta los dientes para tener, justamente, “una alternativa” ante los atropellos de gobiernos tiránicos, de adversarios poderosos y crueles o de bandas de delincuentes. El resultado está a la vista. Miseria, muerte y fabulosos negocios cocinados en las más respetables capitales del mundo por señores que jamás oyeron silbar una bala.
La solución a los problemas de seguridad y soberanía que tenemos por delante como humanidad pasa por un fortalecimiento civilizatorio, por un reforzamiento de la vida social, de la convivencia y de la paz. La solución es el desarme, no el armamentismo. Tal vez para algunos sea una “alternativa” tener un arma y tomar la vida de alguien para defender la propia. Pero yo renuncio a ella. Esa alternativa no la quiero para mí, que en mi juventud supe manejar armas, supe disparar y matar enemigos. Mucho menos la quiero para mis hijos y mis nietos. Tampoco se la deseo a los hijos y los nietos del señor ministro, o de cualquier otra persona que alguna vez vea el sol en este mundo.
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