Por Fernando Butazzoni ///
La destitución de Dilma en Brasil viene a ser el acto final de una tragedia que se convirtió en drama. Al estilo de las más notables obras de Shakespeare, acá tenemos una corte podrida hasta sus cimientos, una reina agobiada por problemas que no entiende, un príncipe ambicioso y dispuesto a todo, y dos grupos de conjurados que aspiran a evitar las mazmorras.
Pero el gran protagonista de la puesta en escena es el pueblo brasileño. Por presencia o por ausencia, las manifestaciones contra Dilma y la aparente calma que ha sucedido a su destitución (salvo algunos incidentes en San Pablo y Florianópolis), dicen lo que muchos no quieren oír.
El gobierno uruguayo calificó de “injusticia” el fallo del senado de Brasil. Es un error doble: primero porque ese fallo se asentó no solamente en pruebas, sino en largos debates, los que fueron públicos, transmitidos por radio y televisión y reproducidos a todo lo ancho y lo largo de Brasil y del mundo. Y segundo porque la representatividad de Dilma, los votos que la llevaron al poder, siempre fue tan legítima como los votos de quienes querían destronarla.
Un experto cientista social brasileño, Pedro Feliú Ribeiro, le comentó a Emiliano Cotelo el otro día que “si uno les pregunta a los electores, me imagino que el 80 % o 70 % en el momento de votar no sabían que Michel Temer sería el vice de Dilma. Pero desde el punto de vista formal eso no importa, desde el punto de vista de las reglas institucionales no tiene relevancia”. Es decir: votaron por Dilma, por su carisma, su honestidad, su militancia en el PT, y no por su compañero de fórmula. El problema es que sin el 20% restante de los votos, aquellos que pudo arrimar Temer, Dilma no hubiera llegado a la presidencia. Fue Michel Temer quien, con un caudal electoral más bien pobre, le aseguró –y apenas– la victoria en las últimas elecciones.
Uno de los errores de Dilma y del PT es característico en la izquierda latinoamericana: abrazarse a las serpientes para llegar al gobierno y desde allí impulsar los cambios que desean. A ella le costó caro. El príncipe ambicioso conspiró en su contra, se alió a sus enemigos y la dejó sola frente a esa jauría de senadores que todos vimos por televisión, algunos de los cuales deberían estar confinados en alguna isla remota, para bien de la humanidad.
Dilma no supo mantener la sintonía con las bases que la habían apoyado durante los años anteriores. Bases que, dicho sea de paso, habían sido conquistadas no por ella sino por su antecesor, Lula da Silva, un verdadero gigante de la política. Ella tampoco entendió las dificultades que entrañaba romper algunas alianzas, y lo pagó caro. Muchos dicen que lo hizo por una cuestión de principios, pero sus motivos (los de la ruptura) no le impidieron formar esas mismas alianzas un par de años antes.
La única verdad es que los brasileños están hartos de la corrupción. Michel Temer, acusado él mismo de graves actos de corrupción, quedó ahora al frente del gobierno. No hay que ser un genio para imaginar la enorme cantidad de transas que deberá hacer para no caer en el mismo despeñadero que Dilma. Si Dilma había perdido apoyo político y popular, Temer no lo tuvo nunca y eso es una desventaja.
Analizar el drama brasileño en función de las opiniones políticas o ideológicas de cada uno es válido pero inútil. No lo es, en cambio, analizarlo en clave de género (muchas feministas han puesto el grito en el cielo), ni hacerlo en función de cuánto más o menos le va a vender Uruguay a Brasil a partir de ahora. Hacer eso es tan mezquino como inconducente.
Que nadie se engañe: lo que cayó en Brasil no fue un gobierno socialista, ni colectivista, ni populista. Ha sido todo un sistema, basado en el toma y daca, el que ha colapsado. Y las consecuencias de ese colapso todavía están por verse, porque el nuevo presidente ha sido hasta ahora un habitué de esas rondas en donde la ética púbica brilla por su ausencia.
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