Por Rafael Porzecanski ///
Hace varios años escuché de boca de un dirigente de la colectividad judía uruguaya la siguiente frase: “Si Israel no tuviera los enemigos externos que tiene, quizás sufriría una guerra civil”. La sentencia es probablemente exagerada, pero tiene sus fundamentos y hasta cierta cuota de razón, y me vino a la memoria estos últimos días.
El 30 de julio pasado, un hombre judío ultra-ortodoxo acuchilló a varias personas en la Marcha del Orgullo Gay celebrada en Jerusalem, provocando hasta ahora la muerte de una joven mujer y varios heridos de gravedad. El agresor, Yishai Shlissel, había acuchillado a otras tres personas en la misma marcha en 2005 y había purgado condena en la cárcel hasta pocos días antes del nuevo crimen. Poco antes de su reincidencia, había distribuido una carta en su ciudad natal donde expresaba que “es la obligación de cada judío preservar su alma del castigo y parar la gigantesca profanación del nombre de Dios el próximo jueves (en alusión a la marcha entonces celebrada)”. Aunque se trató de un crimen con la firma y el estilo de un “lobo solitario”, el episodio es inseparable de un contexto social en el que minoritarios pero significativos porcentajes de la población consideran a la homosexualidad una “abominación” y una “ofensa divina”.
Apenas un día más tarde, un bebé palestino de año y medio murió carbonizado (y varios miembros de su familia resultaron gravemente heridos) tras incendiarse su modesta vivienda en la localidad de Duma, al norte de Cisjordania, como consecuencia de una bomba molotov arrojada por colonos judíos. Para este sector de colonos, los ataques a civiles palestinos indefensos son una “venganza” y el “precio a pagar” en contra de las diferentes políticas israelíes que perjudican sus intereses (una de las más evidentes: la demolición de viviendas judías en territorios ocupados).
Muchas veces, desde ámbitos no judíos, se ha tendido a ver al pueblo judío como una especie de entidad unificada en donde la solidaridad termina primando por sobre eventuales diferencias. En algunas circunstancias extremas, en especial cuando hay un clima de antisemitismo virulento, parecería en efecto que así fuera, que la mayor parte de los judíos dejaran de lado sus discrepancias internas y destinaran sus energías a mostrarse cohesivos frente a la hostilidad externa. Sin embargo, en contextos menos extremos, quien observe con cuidado notará una diversidad que abarca de pobres a millonarios, de socialistas a capitalistas, de propulsores de la integración a acérrimos defensores de la conservación judía, de ultraortodoxos a ateos. Al mismo tiempo, en casi todos los contextos históricos y sociales, las diferentes colectividades judías han sabido vivir democráticamente, respetando estas evidentes diferencias internas y destacando los valores, tradiciones e historia comunes.
Por desgracia, los episodios de días recientes dejan una vez más en evidencia que para un subgrupo minoritario pero significativo de la población judía israelí, ni el diferente “externo” (un palestino) ni el diferente “interno” (un judío homosexual) tienen derecho a existir o, al menos, a vivir con plenitud. Con este señalamiento, lejos estoy de sumarme a una “cruzada anti-religiosa” pues son muchos y muy diversos los sectores religiosos judíos que viven pacíficamente (tanto en Israel como la diáspora) y son también muchísimos los aportes positivos que la religión judía tiene para ofrecer. Sin embargo, ha quedado plenamente claro que la supervivencia de Israel en tanto estado democrático depende en buena medida de la capacidad de control y represión de los actuales “terroristas judíos”, un término que me parece ha sido correctamente acuñado para describir el modus operandi tanto del asesino de la marcha gay como de los homicidas del bebé palestino.
Afortunadamente, los primeros pasos del gobierno Benjamín Netanyahu han ido en la dirección correcta. La condena de ambos crímenes ha sido contundente: Shlissel, el atacante de la marcha del orgullo gay, fue arrestado inmediatamente, y se produjeron arrestos por el crimen del bebé y hay promesas de ejercer rigurosamente la justicia con los responsables. Se trata, como varios medios de prensa destacan, de pasos inéditos, en especial si pensamos en los “crímenes de odio” cometidos por civiles judíos contra civiles palestinos.
Como lo ha reconocido el mismo presidente de Israel, Reuvén Rivlin, hasta ahora muchos de estos crímenes no han sido castigados con la rigurosidad apropiada. “Para mi gran pesar, hemos sido laxos en nuestro tratamiento del fenómeno del terrorismo judío” fueron sus exactas palabras. El tiempo dirá si las primeras señales emitidas por el gobierno de Netanyahu son fruto de un pasajero oportunismo político o, por el contrario, marcan un viraje necesario en su administración. Al repasar la extensa historia de Netanyahu como gobernante y el perfil de los aliados con quienes cuenta en su actual coalición es imposible alejar las dudas sobre cómo culminará esta historia.
En lo personal, como judío de la diáspora he defendido siempre el derecho a la existencia del Estado de Israel. Además, usualmente siento indignación por los discursos de quienes culpan únicamente a Israel en el conflicto árabe-israelí, que son los mismos que están siempre prontos para detectar las “barbaries sionistas” y siempre desatentos para condenar los crímenes cometidos por otras manos. Esta vez, no quiero escuchar ni combatir esas voces sesgadas. Ya habrá tiempo para volver a esos eternos debates. En esta ocasión, solo quiero situarme públicamente en las antípodas morales de quienes quitaron la vida a una manifestante pacífica y a un bebé indefenso. Esta es la hora exacta y propicia de condenar sin medias tintas a un “enemigo íntimo” evidente de una identidad judía pacifista y tolerante.