Por Fernando Butazzoni ///
Lamento empezar con un tono más bien oscuro, pero no puedo hacerme el tonto y mirar para otro lado. Pienso que no es un buen momento para observar el mundo y sentirse optimista. Más bien pienso lo contrario. A las desgracias ya habituales, como las hambrunas crónicas (y vergonzosas) en ciertas partes del África y de América Latina, a las violaciones a los derechos humanos y las represiones a los que protestan, a los terremotos, tsunamis, y epidemias de enfermedades mortíferas, hay que agregarle en los últimos tiempos, además, la aceleración de una extraña conducta de muchos líderes políticos mundiales y regionales, quienes parecen empeñados en que todo vaya aún peor.
Muchos opinan que esto último ocurre por impericia, o por torpeza política o malas artes. Ellos, según se ve, creen que todo se arregla con una linda cumbre de jefes de Estado, la consabida foto del grupo, una copa de champán al final y un simple apretón de manos. Algo bastante parecido a la frivolidad.
El hecho es que Europa es un flan que se debilita a paso redoblado en la medida en que la Alemania de Merkel mantiene una hegemonía económica que ahora, parece broma, trata de disputársela Vladimir Putin, quien se ha movido a toda velocidad con los griegos justamente para marcar la cancha. El problema es que Putin no tiene plata suficiente para ello, aunque con lo que hizo en Crimea ya ha demostrado que es capaz de desenvainar rápido y sin medir las consecuencias. España es una bolsa de sorpresas llena de corruptos en las altas esferas: un día sí y otro también aparecen importantes figuras de la política, los negocios, el arte y la realeza, todos ellos desfilando por los juzgados para explicar cuentas escondidas en Andorra, pagos en negro, sobornos y otras linduras, las que dicho sea de paso bien podrían explicar por lo menos una parte del gigantesco agujero económico y financiero español. El descalabro electoral de los grandes partidos asoma como inevitable.
Además, los arrebatos independentistas catalanes, pese a las pestilencias recientes de la familia Pujol, no se detienen y más temprano que tarde serán un dolor de cabeza para toda Europa. Francia se debate entre una austeridad no votada ni deseada, y un creciente sentimiento xenófobo, multiplicado hasta el paroxismo tras la masacre del semanario satírico Charlie Hebdo, aunque ya presente desde antes, en las múltiples y vergonzosas manifestaciones antijudías escenificadas en varias ciudades durante los días de la última guerra entre Israel y Hamas. A Italia continúan llegando decenas de miles de africanos que, sin comida ni esperanza, se lanzan a las aguas del Mediterráneo para buscar otras costas, a vencer o morir. Lo terrible es que cuando no mueren tampoco vencen, pues lo que encuentran en el continente es desprecio y maltrato, aunque a veces, hay que reconocerlo, les dan un poco de comida.
Y luego está Medio Oriente, el mundo árabe en general y los mundos musulmanes en particular; y están los judíos en Israel, y los cristianos masacrados en Irak y otros países; y los palestinos de Gaza y Cisjordania que viven en condiciones deplorables y se sienten como el jamón del sándwich, atrapados entre la demencia dinamitera de Hamas, la corruptela de sus propios gobernantes y el miedo a los judíos, que están armados hasta los dientes y dispuestos a no dejar piedra sobre piedra si los atacan. Por si todo esto fuera poco, el acuerdo nuclear al que acaban de llegar algunas potencias occidentales con Irán casi nos hace volver al casillero número uno, como en el juego de la oca: Israel ve allí una amenaza, Irán un buen negocio, Estados Unidos una oportunidad. El resto de ese mundo árabe que tanto hemos subestimado, es una selva impenetrable de intereses encontrados, declaraciones falsas y promesas que nadie va a cumplir.
Los países árabes están divididos entre los aliados de Teherán (unos en Líbano, otros en Siria, en Irak y en Bahréin), y los enemigos de los ayatolás, representados y financiados por debajo de la mesa con los petrodólares de Arabia Saudí, que a su vez es un firme aliado de Estados Unidos. La frutilla de la torta ahora es el llamado Estado Islámico, un grupo fanático y sanguinario que degüella civiles frente a las cámaras para después mostrarlos al mundo a través de la televisión. Debe aclararse que son fanáticos y sanguinarios pero que tienen un plan, el que han estado ejecutando a la perfección. Han conquistado territorio, han sojuzgado poblaciones, han arrebatado corazones y mentes para la sagrada causa del Islam. El motor inicial fue el mismo de siempre: el odio hacia Occidente y el desprecio por los infieles. Luego se agregaron otros: la abulia de los jóvenes europeos y la repulsión que esos mismos jóvenes sienten por las sociedades vacías y consumistas en las que viven, más el deseo de trascender de alguna manera en un mundo en el que nacieron marcados para la intrascendencia absoluta. El cóctel es explosivo.
Es conocido que el califato del Estado Islámico tiene presencia en muchos países europeos donde engancha combatientes, además de una amplia zona de reclutamiento que abarca desde Oriente Medio y el norte moruno hasta Nigeria, Pakistán, Indonesia e inclusive Estados Unidos. En general, hasta ahora Occidente se ha mostrado displicente con esa amenaza. Al principio lo consideró un mal menor, casi un costo no previsto en aquella vasta y fallida operación llamada pomposamente “primavera árabe”, que terminó de desmoronar la escasa estabilidad de una región siempre volátil. Ahora, a la vista de las consecuencias, están asustados de verdad. Ahora todos estamos un poco asustados.
En ese panorama oscuro que planteaba al principio, América Latina no es la excepción y no debe ser obviada. México es un país cogobernado por el Estado y los carteles de la droga, que matan y descuartizan para imponer el terror aún en las más altas esferas del poder. En lugar del Corán enarbolan paquetes de cocaína. No hay oraciones a la Meca sino parrandas que duran semanas y que suelen acabar a los balazos. Honduras, según la ONU, posee la tasa de asesinatos más alta del continente (90,4 al año por cada cien mil habitantes), lo que equivaldría en Uruguay a unos 3.000 homicidios al año. En los hechos, es una sociedad dominada por las pandillas. Nicaragua vive desde hace una década en un pantano de ideología casi monárquica, con un sandinismo disoluto en el gobierno, problemas productivos endémicos y fuertes divisiones internas.
Venezuela reprime las manifestaciones de los opositores a balazos al tiempo que padece la inflación más alta del mundo, atizada por la hostilidad constante de Estados Unidos y por una política económica errática y dispendiosa. En cuanto a la Argentina, todos sabemos que le debe a cada santo una vela y que el cadáver del fiscal Alberto Nisman es una sombra que cubre al país entero, desde La Quiaca en Salta hasta El Calafate en Santa Cruz. La investigación del atentado a la AMIA está destripada, el escandaloso acuerdo con Irán bajo sospecha, el futuro económico en entredicho. Hay más, por supuesto que hay más países, más problemas, más interrogantes. Pero estos son, por ahora, ejemplos suficientes.
Quizá no sea demasiado tarde para dar pasos en la dirección correcta, siempre y cuando esos líderes mundiales y regionales, que hoy andan a los tropezones por las cumbres y las salas de negociación, se den cuenta de una buena vez de que hay problemas demasiado graves como para tratarlos con frivolidad, entre una copa de champán y un simple apretón de manos.