Por Eduardo Rivero ///
Viajo por la memoria al encuentro de Los Delfines, la gran banda uruguaya de los 60 que no cruzó a Buenos Aires –como Los Shakers, Los Mockers o Los Bulldogs– y se quedó en Montevideo generando una suerte de religión pagana de sábado a la noche cuyos templos supremos eran El Parque Hotel y el club Uruguay. Religión cuyo culto luego se extendió a los domingos de tardecita, sumando un nuevo templo: el Club Náutico de Punta Gorda.
Viajo, antes que nada, a aquel tiempo en que The Beatles eran monarcas absolutistas y las bandas uruguayas cantaban en riguroso –y, en general, vacilante– inglés. Viajo al encuentro de una banda que lucía tan bien como sonaba: eran profesionales, pulcros, grandes músicos, y a la vez disponían de enormes reservas de carisma visual. No les faltaba nada. Y la hinchada llenaba los estadios y rugía, como toda hinchada que se precie. Viajo a una noche de sábado, cuando, solo en casa por la habitual ida de mis viejos al cine, descubrí en la tele la transmisión en directo del evento final de un concurso de belleza cuyo nombre y naturaleza no logro recordar. Ni siquiera recuerdo, dicho sea de paso, el lugar desde donde se transmitía el evento. ¿Parque Hotel de Montevideo? ¿Cantegril Country Club de Punta del Este? ¿Pabellón de las Rosas de Piriápolis?
Estaba frente al único televisor de casa –en una época de televisores únicos en todas las casas– excitando mi edad de entonces –unos catorce años– con la generosa anatomía de las chicas que desfilaban por la pasarela una y otra vez –en vestido de noche, ropa informal, malla de baño–, cuando en un costado del espacio destinado a esos desfiles, donde las chicas se mostraban entre tímidas y soberbias, apareció una banda de rock. Una rara banda de rock integrada por cinco pibes de traje oscuro que lucían una insólita característica: las sienes plateadas. Si, los cinco tenían las sienes plateadas en forma notoriamente artificial. Ello les daba un increíble aspecto de jóvenes viejos. Así trajeados y “canosos” parecían más cinco gerentes de banco que cinco rockeros, pero el hecho es que no sólo las canas llamaban la atención: los tipos tocaban fantásticamente. Hicieron una versión de Please, Please Me de The Beatles cantada a tres voces en forma impecable y otros temas algo menos rockeros, donde se lucía el saxo, un instrumento entonces inusual en las bandas uruguayas.
Los Delfines eran, esa noche de 1966, Jorge Coyo Abuchalja en segunda guitarra y voz, Julio July Fontenla en primera guitarra y voz, Mario Aguerre en bajo y voz, Jorge Chocho Vila en batería y Nelson Pito Varela en saxo.
Mi viaje al encuentro de Los Delfines me lleva ahora a una cálida noche de febrero de 1968 y al atestado salón principal del club Albatros del balneario Salinas. Se había organizado un “festival de la canción”, que se transmitiría por radio y televisión, llamado Festival de las Arenas de Oro, y allí estaban los principales solistas y grupos que aparecían domingo a domingo en el clásico programa Discodromo Show conducido por Ruben Castillo. Mi amigo Jorge Galemire y yo –entonces de 16 y 15 años respectivamente– ocupábamos nuestras sillas en medio de la multitud, medio sofocados pero felices, ya que por primera vez íbamos a ver en vivo a bandas como Los Searfins, Los Crabs, Los Moonlights y, por cierto, Los Delfines, a quienes ya habíamos escuchado en la radio decenas y decenas de veces con su disco simple de arrollador éxito: You Really Got Me/Like a Clown. La cara A, una versión de un clásico de la banda británica The Kinks, el reverso una preciosa balada propia.
Ya no estaba Pito Varela en el saxo. Ya no estaban las sienes plateadas. Pero seguían los trajes oscuros, las hermosas guitarras y bajo importados de marcas legendarias como Eko, Fender o Hoffner, y el impresionante carisma escénico. La banda en vivo nos pegó con la fuerza de un huracán.
Esos arreglos, esas voces, esas guitarras picantes y más que bien tocadas…
Jorge y yo éramos devotos del culto delfín a esa altura y más aún luego de presenciar la bajada de los cuatro dioses a la tierra en directo. La memoria, por cierto, no olvidará los más clásicos –y frecuentes– encuentros con Los Delfines: las noches de sábado, una semana en el hermosísimo salón rodeado de espejos del Club Uruguay, a la semana siguiente en el salón principal del Parque Hotel, cuando la banda se presentaba “en paquete” junto a –nada menos– que el Sexteto Electrónico Moderno. Jorge y yo íbamos semana a semana a sumergirnos en el calor y la multitud que reinaban en aquellos bailes donde, dicho sea de paso, no se podía ingresar sin corbata y zapatos de cordones, aunque cueste creerse. Bailes donde aún no existía la luz negra, la bola de espejos o la “luz estroboscópica” que poco después coparían las pistas.
Ni Jorge ni yo bailamos jamás con Los Delfines. Y muchos otros tampoco lo hicieron. Se armaba una barra de incondicionales que se quedaba de pie frente al escenario, pugnando por ver de cerca ese prodigio de banda. Nosotros dos éramos parte de esa barra y mirábamos con reverencial admiración a nuestros cinco ídolos –July, Coyo, Chocho, Mario y ahora también Esteban Hirschfeld, ex Los Mockers– y con fascinada envidia a su arsenal de carísimos instrumentos, entonces a años luz de nuestras posibilidades. Había que luchar a brazo partido para llegar a las primeras filas y estar cerca de aquello. Había que esperar de pie a veces durante un par de horas, además, ya que Los Delfines sabían hacerse esperar y siempre, pero siempre, llegaban tarde, generando una enorme expectativa. La llegada tarde era parte de su leyenda. Pero vaya si valía la pena la espera. Y ahí los teníamos, finalmente, con sus trajes azul oscuro a July con su parecido a Paul McCartney, su serena voz y su notable guitarra solista; a Coyo con su pelo engominado, su guitarra Eko blanca y negra y su aguda voz; a Mario con su bajo Hoffner y su barba recortada al milímetro; a Chocho en la batería, con su largo pelo cayendo sobre sus hombros, peinado raya al medio, y a Esteban con su pelo rubio y su expresión aniñada sentado frente al teclado de un enorme y poderoso órgano Hammond B3.
La memoria me lleva –¿cómo no hacerlo?– a la histórica noche del sábado 16 de agosto de 1969 en el Estudio Auditorio, cuando Los Delfines hicieron un recital acompañados por miembros de la orquesta Sinfónica del Sodre, con arreglos y dirección de Julio Frade, un hecho inédito hasta entonces en la música popular uruguaya. El evento fue impresionante, inolvidable y, claro, allí estuvimos Jorge y yo, sintiéndonos parte de la historia.
La memoria viaja, luego, hasta un disco de artistas varios llamado Sonido del año que viene, editado por el sello De la Planta. Era 1971, ya la década del 60 era un cercano pero venerable recuerdo y Los Delfines, en su última integración, por única vez editarían dos canciones en español. Dos memorables canciones que han quedado, también, en la historia: Amigos sigue igual y Con esa voz. El disco traía también gloriosos temas de Eduardo Mateo, Diane Denoir y Tótem, entre otros, pero esos dos temas fueron los que más pegaron por lejos. Curiosamente, Chocho Vila había pasado al teclado, Esteban Hirschfeld se había radicado en Alemania y en la batería estaba Américo "Quito" Vizcaíno, ex Los Searfins.
Es impensable considerar la historia del rock uruguayo sin, por ejemplo, Amigos sigue igual de Los Delfines, un extraordinario y emblemático tema.
Con las décadas, llegué a tratar a un par de aquellos dioses, mano a mano.
En 2001 le hice una larga, divertida y reveladora entrevista a Coyo Abuchalja, hoy un empresario de relevancia, acerca de la historia de la banda en un programa que yo conducía en Setiembre FM. En la Vieja Farmacia Solís, en un ensayo de una obra teatral de la que fui coautor, por puro accidente conocí allá por 2012 a un Mario Aguerre de aspecto insólitamente juvenil, actor teatral de larga data, con el que charlamos un par de horas sobre Los Delfines y su mágico reinado en los tocadiscos y salas de baile montevideanos.
Tuvimos a nuestros Beatles y nuestros Stones –Los Shakers y Los Mockers– conquistando Buenos Aires. Y aquí en Montevideo, el final de los 60 y la culminación de la música uruguaya en inglés le perteneció de punta a punta a Los Delfines, una banda con pasaje ilimitado para mi memoria viajera.
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