Por Oscar Sarlo ///
Hace dos semanas la prensa informó que en los primeros 60 días de la presente legislatura el Parlamento había aprobado una sola ley. Algunas expresiones utilizadas, como "hecho llamativo", fenómeno que se "sigue con preocupación", necesidad de "tener especial paciencia", etc. trasuntan una crítica, seguramente basada en una creencia generalizada: los índices de legislación son similares a los índices de producción de soja, o las exportaciones o los goles en el fútbol.
De alguna manera, nuestra cultura institucional nos lleva a pensar así, sin darnos cuenta que ello no siempre es bueno o razonable.
Indudablemente, el mundo social es el resultado de construcciones colectivas -culturales- cuya textura aporta el complemento de sentido para interpretar simples datos estadísticos o cualquier otro objeto. Un célebre ensayito de Ortega y Gasset de 1930 daba cuenta del significado diverso que tenía el automóvil en España y en Francia, Alemania o EEUU. Similares análisis podríamos hacer respecto de cualquier objeto o institución: las sociedades anónimas -po ejemplo- no ‘significan’ lo mismo en América Latina que en el mundo anglosajón que les dio vida, ni los cajeros automáticos tampoco. Cada colectividad histórica termina asignándoles un significado específico con las pautasculturales que le son propias.
Con la legislación sucede otro tanto. En nuestros países la legislación recibe una valoración importante, seguramente por el papel central que ha jugado en la construcción del Estado de bienestar. Pero la sobrevaloración de la productividad legislativa como ideal virtuoso es una desviación, que sólo pudo prosperar a partir de una cultura -quizás la raíz hispánica- que valora las apariencias por encima de las realizaciones prácticas. En efecto, sólo quienes crean que legislar equivale a aprobar leyes, pueden valorarlo así.
Legislar es poner en marcha políticas públicas. Por consiguiente, supone crear leyes que puedan sortear con éxito el control de constitucionalidad y el control de legitimidad política vía referendum, que podrían frustrar esos propósitos. Pero además, deben contar con la voluntad política de aplicarla, y la asignación de recursos correspondientes. Sin todas esas condiciones, podemos tener muchas leyes, creación simbólica de disposiciones, pero sin ninguna efectividad.
Los medios de comunicación podrían contribuir a un cambio cultural en esta cuestión, por ejemplo, rebajando la relevancia del momento de aprobación de las leyes, y focalizando mejor su puesta en funcionamiento efectivo. En los países donde una y otra cosa van de la mano, quizás esto no sería necesario. Pero en América Latina, acostumbrada a dislocar ambos momentos, los periodistas deberían preocuparse más por observar las condiciones de efectividad que deben acompañar a la sanción de las leyes.
En una democracia electoralista como la uruguaya, la opinión pública condiciona fuertemente el comportamiento de sus representantes. Seguir alentando, aunque más no fuera implícitamente, la productividad legislativa como virtud, es un incentivo para el desempeño inflacionario de la función legislativa.
Las leyes sólo son signos que representan directivas efectivas del poder público, poder que -naturalmente- no es ilimitado para efectivizar políticas públicas. Consiguientemente, como todo signo, su aumento sin correspondencia con la realidad, sólo hace disminuir el valor unitario de las leyes.