Jugar en la vereda mientras las abuelas preparan la merienda y otros vecinos barren las hojas es la oportunidad de conocer a los otros y conocerse a uno mismo. El urbanismo actual, o la falta de él, regido por las leyes del mercado, no solo no fomenta tales actividades sino que refuerza el concepto de que somos consumidores antes que ciudadanos.
Por Alfredo Ghierra ///
Cuando yo era un niño, jugar era una actividad que se realizaba en gran parte en la vereda, con otros niños del barrio, en un espacio tan democrático que suponía el aprendizaje de cosas que solo ahí iban a ser aprendidas y enseñadas. Hoy la vereda y la escuela pública están en franco desprestigio ante los ojos de mucha gente. Esa decadencia de unas instituciones tan arraigadas y otrora tan queridas tal vez tenga más que ver con el estado de crispación e inseguridad que con muchos de los diagnósticos que nos hablan de otros motivos para tales afectaciones.
Tememos a lo desconocido, por ende, todo lo que me es ajeno puedo fácilmente vilipendiarlo, prejuzgarlo e incluso atacarlo mediante la burla o a través de la violencia física. He aquí el quid de la cuestión: todo lo que desconozco es campo fértil para mi imaginación, tanto sea positiva como profundamente negativa y arcaica, odiar es el opuesto de amar, una pulsión de una potencia inconmensurable. Aplicada a sujetos o a estratos sociales y culturares diferentes, tienen la potencia de un boomerang en pleno vuelo: volverán a mí para arrancarme la cabeza.
Jugar en la vereda mientras las abuelas preparan la merienda y otros vecinos cuidan el jardín o barren las hojas secas es la oportunidad de conocer a los otros y conocerse a uno mismo. El urbanismo actual, o la falta de él, regido por las leyes del mercado, no solo no fomenta tales actividades sino que refuerza, en cada acción urbana y en cada olvido urbano, el concepto de que somos consumidores, mucho antes o quizás como tal vez nunca seremos ciudadanos.
Nos hemos habituado a ser testigos de una manera de pensar y diseñar la ciudad no basada en ella misma y por ende en sus habitantes sino, injustamente , en todo tipo de teorías, presupuestos, maneras de uso consensuadas por el consumo, condiciones dadas por el valor de mercado de la tierra y las edificaciones que hay o habrá sobre ella, alejándonos paulatinamente de la realidad de una ciudad vibrante y multifacética al tratar de someterla al arbitrio de lo políticamente correcto y los conceptos y valores alcanzados por apenas un grupo de los que componen la sociedad.
¿Notaron que las nuevas plazas, en su mayoría, desprecian el simple y comprobado hecho de que lo que la gente busca, cuando va a una plaza pública, es encontrar su propio jardín? ¿Qué tiene que ver esa búsqueda con miles de metros cúbicos de cemento lustrado, de metáforas abstractas materializadas en monumentos herméticos o la falta pavorosa de árboles y pasto? Pues aquí les digo: hacer una plaza exitosa no debería dar más trabajo que gastar un poco de tiempo en preguntar a la gente qué tipo de jardín le gustaría tener, o bien preguntar acerca de lo que gustan hacer en sus momentos de ocio en la ciudad.
La respuesta general será, me atrevo a aventurar: muchos árboles que den sombra en verano, pero que pierdan las hojas en invierno para dejar pasar el sol; áreas de prado verde donde poder retozar, o dormir, o amar; alguna fuente con agua cantarina; unos bancos donde sentarse a leer o apenas a mirar la vida pasar; equipamiento deportivo calificado para divertirse con amigos. No es tan difícil, lo difícil es parar para escuchar. Para el caso montevideano, dos plazas hechas en los últimos años han venido a ser un ejemplo de éxito, por el uso diario y masivo de sus vecinos: la plaza Líber Seregni y la plaza Casavalle. Me consta que en ambos ejemplos hubo un trabajo previo de consulta a sus futuros usuarios.
En buena parte del siglo XX el discurso oficial sobre como organizar una ciudad perfecta, ideal, pasaba por la zonificación, la compartimentación de las áreas según las actividades. Esto trajo aparejado unas consecuencias que podríamos simplificar en conceptos como: aquí se duerme, en este sector se trabaja, en este centro comercial está el ocio… conceptos de una pobreza casi franciscana y profundamente reñidos con el uso consensuado por los años y las generaciones.
Les recomiendo se acerquen al pensamiento de Jane Jacobs, una escritora estadounidense que en la década de 1960 escribió un libro que le valió ser considerada la persona mas influyente del urbanismo norteamericano del siglo XX a pesar de no haber pisado jamás una escuela de arquitectura. El libro en cuestión, Muerte y vida de las grandes ciudades (The Death and Life of Great American Cities, 1961) es un manual de uso de las ciudades basado en el sentido común de alguien que básicamente observó un proceso que en su momento era incipiente: la destrucción del espacio público democrático y polivalente y su sustitución por la ciudad del mercado, los automóviles, la gentrificación y los barrios privados.
Sus postulados apoyan la idea de que la vereda, el barrio, siendo las unidades básicas de la ciudad, determinan una forma de socializar que optimiza la creación de redes compactas de solidaridad e incluso garantizan la tan mentada “seguridad” a través del conocimiento mutuo entre las personas de un mismo barrio frente al anonimato actual y la suposición extendida y reclamada a toda voz de que debe ser la autoridad la que mantenga el orden
Montevideo es una ciudad basada en los barrios, y éstos en el amanzanamiento ortogonal. Estas unidades urbanas, constituidas por edificaciones más o menos densas y circundadas en su perímetro por una vereda peatonal y arborizada, son una oportunidad de oro que la ciudad no se puede dar el lujo de perder. No porque vayamos a hacer desaparecer las veredas, sino porque estamos haciendo desaparecer muchos de sus mejores usos. Y esta pérdida del uso multivalente de las veredas está trayendo aparejado parte de esta sensación incómoda ante los “otros”, simplemente porque no tenemos oportunidad de encontrarnos con ellos como antes.
Como en tantas otras cosas, como la variedad patrimonial, la buena relación entre la naturaleza y lo construido por el hombre, la escala humana de las cosas y la dimensión manejable, Montevideo lleva ventaja. Pero no podemos dormirnos en laureles pasados. Los desafíos del presente son acuciantes y los diagnósticos ya han sido muchas veces elaborados: estamos prontos para la acción.
El éxito de las políticas urbanas es fácil de medir: está en el uso que los ciudadanos hagan de los espacios y planes creados. A veces creo que hay que ser mas como Jane Jacobs y dejarse llevar por el sentido común y la observación directa de la realidad. Eso sin perjuicio de elaborar planes y adelantarse a los acontecimientos futuros de manera académica, pero no solamente de esa manera.
Por eso pienso que tenemos que defender la vieja institución de la vereda, que no por vieja ha dejado de demostrar ser eficiente para elaborar y tejer eso que sentimos perdido: un tejido social fuerte, diverso y consciente de estar yendo hacia un lugar común y mejor.
PD: La semana pasada le hice al árbol del ornato público que tengo frente a casa un pequeño cantero donde planté algunos agapantos. Eso me valió, en los días sucesivos, el saludo y aprobación de varios vecinos, algunos de los cuales me pareció que saludaba por primera vez. El cantero me costó algunos pesos. Conocer aunque mas no sea con un “hola” a mis semejantes no tiene precio.
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Nueva Troya es el blog de Alfredo Ghierra sobre la ciudad de Montevideo y su patrimonio arquitectónico. Actualiza el sábado en forma quincenal.
Foto: Vereda en el Viaducto de Paso Molino. Crédito: Javier Calvelo/adhoc Fotos.