Por Ricardo Soca ///
Algunos años después de la legendaria fundación de Roma por Rómulo y Remo (753 antes de nuestra era), cuando los monarcas de la joven ciudad se ocupaban aún de los rituales religiosos, el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, consideró que sus sucesores tendrían que ocuparse de la guerra y del gobierno de un estado cada vez más complejo, de modo que no estarían en condiciones de pensar en la liturgia. Con esa idea, Numa Pompilio decidió entregar el cuidado de las ceremonias religiosas a un funcionario o sacerdote que desempeñara exclusivamente esa función religiosa. Después de mucho meditarlo, confirió esa dignidad a los pontifices, que eran los encargados de cuidar el puente sobre el río Tíber, una tarea que en aquella época revestía enorme importancia política y militar, además de religiosa. En la palabra pontifex se fusionan pontis ‘puente’ y facere ‘hacer’, en alusión a su actividad: cuidar el puente.
Algunos siglos más tarde, Julio César decidió asumir la dignidad de Pontifex Maximus ‘sumo pontífice’, el mayor de los pontifices, para indicar así su posición de jefe no solo civil y militar, sino también religioso. A partir de Augusto, este título quedó vinculado al de emperador durante varios siglos, hasta la llegada al poder de Constantino (306 d. de C.), quien adoptó el cristianismo como religión oficial del Imperio. Fiel a la tradición consagrada por sus predecesores, Constantino siguió usando durante algún tiempo el título de sumo pontífice, ahora como representante de Cristo. Pero los obispos de Roma no demoraron en reivindicar para sí la condición de únicos representantes de Cristo en la Tierra y acabaron por incorporar el título de Pontifex Maximus, que los papas ostentan hasta hoy.
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Lengua curiosa, el blog de Ricardo Soca en EnPerspectiva.net, actualiza los martes con los secretos que albergan las palabras en su significado. El primer martes de cada mes incluye también una de sus Grageas de lenguaje.