Por Carol Milkewitz ///
Después de haber sobrevivido al vestuario, cuando entré a la piscina decidí que nada me iba a importar: ni que el agua estuviera a 10º bajo cero, ni que se me hubiera salido la gorra de alienígena, ni que el profesor siguiera insistiendo con esa estúpida manía suya de que no puedo andar todo el tiempo agarrada del andarivel.
Podría decirse que lo bueno de la natación es que, a diferencia de la clase de localizada donde te atomizan con el reggeaton, acá hay paz y silencio. Y es verdad. Hasta que llegan las de nado sincronizado a practicar “la coreo” y vas nadando crol con la cabeza hundida en el agua escuchando "I’m a Barbie Girl".
Cuando girás al costado ves que el profe te hace señas. Parás y tratás de que te queden las orejas afuera del agua pero seguís sin identificar si te está diciendo que nades ocho piscinas más o que se ahogó un compañero. El profesor de natación es como Bob Dylan: todos hacemos como que lo escuchamos pero nadie entiende lo que dice.
Cansada de nadar, pienso que al menos puedo aprovechar para socializar, pero en la piscina es imposible: cada vez que abro la boca, trago agua, y en el vestuario es un poco raro sacarle charla a gente que está desnuda. A la salida del club, cuando digo “¡Al fin! Capaz me hago algún amigo y la paso un poco mejor”, bueno, ahí mis compañeros de natación están todos vestidos y no logro reconocerlos.
Contra todos los pronósticos, en mi primera clase superé las expectativas. Pensé que no iba a aguantar más de dos minutos… ¡pero estuve una hora! (entre que fui, me apronté y me cambié). Obvio que voy a seguir yendo: tengo la promo por seis meses.
***
¿Por qué a mí? es el blog de Carol Milkewitz, una veinteañera en la eterna búsqueda del equilibrio entre el estudio, el trabajo y la vida social. Por el momento, sale más bien poco. El último lugar al que fue con música, comida y alcohol: el supermercado. Actualiza los viernes.